Tenía todo controlado. El plan era muy simple: ir hasta Río Gallegos, hacer noche y, al otro día, partir, a media mañana, para El Calafate. Pero no pudo ser. El hermano viento empezó a soplar de una manera difícil de explicar. Si no lo vivís, si no lo sentís en el cuerpo, nunca vas a entender lo que es dormirse con esa sensación de que, en cualquier momento, se te vuela el techo. Complicado esto de expresar lo que es soportar, durante un día completo, al viento, desplegando toda su energía a una velocidad superior a los 130 kilómetros por hora. Por prevención cerraron la ruta. Lo que me obligó a permanecer en Río Gallegos, todo el santo día, a la espera de que se pudiera transitar. Pensé que, a la tarde, cuando bajara el sol, iba a amainar. Contra todos los pronósticos, cuando la noche llegó, no paró ni bajó su intensidad. Recién, a la madrugada, pude salir. Ahora estoy aquí, en casa, mirando como el agua de la bahía que se ha evaporado. Para mi sorpresa, ya no solo las aves e...
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña