No pienso decir lo que pienso. Elijo el silencio. No creo que sea el momento. Y, si existiera un momento, no quiero
encontrarlo. Me muerdo los labios y aguanto. Elijo esperar. Darle al decir, de
tantas cosas sin sentido, un descanso. Hacerlo voluntariamente sin necesidad de
que nadie me tape la boca. No sé bien porqué lo hago. Cuando lo pienso un poco,
una duda revolotea por mi cabeza, tentadora y deseosa de quebrar mi voluntad.
Pero no lo hace, me deja así. Se cansa y se va a sembrar la duda a otro lado.
Yo la dejo ir. Ya volverá, me digo y me quedo, solito, pensando.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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