La mente en blanco. Nada de nada. Como si me hubieran hecho
un lavado de cerebro con lavandina.
La hoja en el pupitre, como una virgen desahuciada, también
en blanco.
No deben faltar más de diez minutos para que toque el timbre
y no logro empezar una frase.
Necesito escribir algo, aunque sea un garabato, para que no
vayan a pensar que, al dejar la hoja así, en blanco, estoy expresando cierto
desprecio por la materia.
Mi compañero de banco escribe. Titubeante, pero escribe.
Seguro que puro verso, pero escribe. Está acostumbrado al chamuyo. Cuando pasa
a dar oral siempre zafa. Empieza a gesticular mientras dice cualquier cosa y
todos compran. Pero este es un examen escrito. Los gestos no sirven de nada.
Acá, lo que hay que poner, son palabras. Y se te equivocas en una, por más
linda que haya quedado la frase, todo lo que quisiste decir puede ser leído de
otra manera. Y ahí viene el bochazo.
En cualquier momento suena el timbre.
El profesor no se movió de su escritorio en toda la hora.
Aprovecha el tiempo y corrige exámenes de los otros cursos. No sé cuántas horas
trabaja, pero se me hace que vive en la escuela.
Si me hubiera tocado la bolilla uno, sería otra cosa.
Pero me tocó la dos. Hay días en la que la suerte no está con vos.
El tiempo se agota, no me queda más que esperar a que suene el
timbre.
El silencio en el aula es absoluto. Tan absoluto como el
vacío en mi cabeza.
No suele pasarme.
Debe ser por eso que, aun sabiendo que no tengo nada para
escribir, sostengo la lapicera en la mano como si fuera a hacerlo; como si,
finalmente, antes de que suene la campana, fuera a derramar, sobre la hoja en
blanco, aunque sea un poco de tinta que justifique mi pasar por esta aula.
Me hace acordar mis tiempos de estudiante, cuando al principio era nada y despues despacio se iba desenroscando el hilo de lo aprendido.
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