La muerte, de alguien cercano, me recuerda que soy un ser
temporal.
Las otras muertes, las de los que no conozco, la que son
tapas de diarios o las que simplemente suceden en guerras, accidentes o lo que
sea, no me son indiferentes, pero no impactan en mí de la forma en la que lo
hace la muerte de un conocido.
Siempre me acuerdo de Hugo, un pibe de mi barrio que, cuando
murió, tendría unos diez años. Jugando con una bicicleta aurora, a saltar en
unas lomas, se descabezó. No recuerdo el funeral, ni que hayamos acompañado a
la familia al cementerio. Sí que, una brisa de tristeza, nos quedó dando
vueltas a todos por bastante tiempo.
Después murieron mis abuelos, un tío al que quería mucho, mi
padre. Todas muertes comprensibles.
Cada tanto, cuando empiezo a andar por la vida como si fuera
dueño de ella, me desayuno con la noticia de que, alguien con el que compartí y
que de alguna manera conocí, se murió, así, sin siquiera dar aviso.
Y es ahí cuando me quedo como en pausa.
Es ahí cuando adquieren otro sentido los encuentros, los
abrazos, las llamadas y todo aquello que no hacemos por andar por la vida como
si fuéramos eternos.
Comentarios
Publicar un comentario