Es como si se estuviera apagando, como si –a medida que
pasan los días- hubiera alguien que la fuera borrando. El poder verla así,
cuando amanece, me impone cierta nostalgia por eso que no se alcanza ver pero
que indiscutiblemente está. Se me ocurre pensar que tal vez nos hemos
acostumbrado tanto a su menguar y a su volver a crecer, que nadie duda que se vuelva
a completar. Me incomoda ese acostumbramiento. Prefiera empezar el día pensando
que quizás esta sea la última luna que vaya a ver, que esta noche la humanidad
se desayunará con la noticia de que ya no está. Por eso decido quedarme contemplando
su pasar mientras comienza a clarear.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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