La
habitación no era muy grande, pero parecía haberse empequeñecido. Ella se
mantenía imperturbable, dándole la espalda, con la mirada puesta en ese cielo
encapotado.
—A vos te
falta profundizar, no podés andar, así como así, haciendo afirmaciones tan
livianas —dijo él y se quedó como quien se queda esperando una respuesta.
Unas nubes,
pesadas y oscuras, arrastradas por el viento que soplaba del oeste, se
amontonaban cerrando el horizonte.
Ella, como
si no lo hubiera escuchado, siguió contemplando ese cielo oscurecido que ahora
dejaba caer una fina llovizna.
—No vas a
decirme nada —insistió él levantando un poco la voz.
—Yo sólo te
dije que me daba la impresión que estaba como a la deriva, que sentía que debía
buscarle un rumbo a mi vida —dijo ella balbuceante, como si una pesada congoja
la estuviera asediando.
Después, se
acercó a él, le dio un prolongado abrazo y sin decirle adiós, se fue.
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