Repetir era la única manera de
aprender que nos ofrecía la escuela. Estudiar de memoria y repetir era, y tal
vez lo siga siendo, la forma de avanzar en el sistema educativo con la
esperanza de algún día ser alguien en la vida. No fui un buen alumno en ese ni
en otros sentidos que no viene ahora al caso recordar. Es más, en la secundaria,
me pasé de rosca y repetí un par de años en los que me negué a presentarme a
los exámenes que el sistema de ofrecía para –en caso de aprobarlos- pasar de
año. No me acostumbré nunca a repetir. Y no sé bien porqué últimamente el tema
me empezó a dar vueltas. Sueño que me repito incansablemente en uno de los
tantos roles que he desempeñado en esta vida y que –no sin esfuerzos- he ido
abandonando sistemáticamente. Repetirse es morirse, leí alguna vez. Pero no es
la muerte lo que me preocupa.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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