Ya limpié mi invernáculo. Desmalecé lo que había quedado de
la temporada anterior. Ordené un poco mi patio quitando las hojas muertas. Ya
empecé a tirar algunas semillas de flores con la esperanza de sumar en el
verano alguna especie más a las que ya tengo aclimatadas. Me queda empezar a
preparar los almácigos. Pero no he tenido tiempo para ello. En eso estoy
atrasado. Todos los años digo lo mismo: apenas termine el invierno, apenas ese
manto blanco que cubre de frío mi patio desaparezca y el sol me entregue una
par de horas de luz en el día, voy a sembrar. Pero siempre pasa algo y pierdo
estos días. O mejor dicho ocupo estos días en otras cosas que surgen inesperadas.
A veces pienso que, si no fuera por lo inesperado, qué insulsa sería ésta vida.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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