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Sobreviviente.

Me sentía un sobreviviente. Uno de los tantos o de los tan pocos que habían atravesado ese oscuro tiempo en el que, como un aliento inquisidor, reinó sobre nuestras cabezas la permanente amenaza de ser excluidos del sistema. Me sentía también, de alguna manera, un privilegiado. No integrar esa inmensa mayoría de resignados que habían alimentado esa absurda idea de que fuera de ello no había existencia y seguir vivo, me entusiasmaba. Un entusiasmo estúpido, si se quiere. Porque es cierto también que, así como en algún tiempo todo reino tiene su hegemonía, también sucede que, ineludiblemente, toda hegemonía es arrasada por el tiempo. Y es el tiempo el que manda. El que excluye. Me sentía un sobreviviente. En un tiempo en el que no había lugar para los que osaran sentirse así.


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