Extraño a algunos amigos.
Dejé de
estar en contacto con ellos hace ya unos cinco meses.
Lo hice voluntariamente.
Promediaba una fresca mañana de mayo cuando decidí desactivar mi cuenta de Facebook.
Para no tener que dar muchas explicaciones, prometí volver. Marqué la opción en
la que se asegura que tal decisión es temporaria.
Desde ese momento perdí el
contacto con la mayoría de los contactos que allí tenía. Unos trescientos cincuenta, sí no mal
recuerdo.
Por fuera de la red sólo conservo el trato con no más de una decena
de ellos.
El resto quedó atrapado en la realidad virtual, alimentando el perverso monopolio
de la amistad que parece estar construyendo Facebook.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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