Extraño a algunos amigos.
Dejé de
estar en contacto con ellos hace ya unos cinco meses.
Lo hice voluntariamente.
Promediaba una fresca mañana de mayo cuando decidí desactivar mi cuenta de Facebook.
Para no tener que dar muchas explicaciones, prometí volver. Marqué la opción en
la que se asegura que tal decisión es temporaria.
Desde ese momento perdí el
contacto con la mayoría de los contactos que allí tenía. Unos trescientos cincuenta, sí no mal
recuerdo.
Por fuera de la red sólo conservo el trato con no más de una decena
de ellos.
El resto quedó atrapado en la realidad virtual, alimentando el perverso monopolio
de la amistad que parece estar construyendo Facebook.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
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