Una puñalada, dos puñaladas, tres puñaladas, cuatro puñaladas, cinco puñaladas; el forense hizo una pausa, levantó la mirada como buscando en el cielorraso una respuesta a la única inquietud que le daba vueltas por la cabeza, en qué momento dejó de sufrir, se preguntó. Seis puñaladas, siete puñaladas, ocho puñaladas. Cuando registró la número trece, pensó en el victimario, en por qué no se detuvo acá si ya había cumplido con el cometido de quitarle la vida. Cuál habrá sido el motivo que lo llevó a seguir clavándole el tramontina hasta superar las cuarenta puñaladas. Hizo el informe, lo firmó y regresó a su casa.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
Hola
ResponderBorrar