—Soñé con ratas que me caminaban por la espalda —dijo su mujer apenas despertó—. ¿Qué número es soñar con ratas? —preguntó, sin darle tiempo a que terminara de sacarse la modorra que le pedía dormir un poco más.
—La rata es el 89 —respondió el marido, se sentó en la cama y buscó en
la mesita de luz una libretita y una lapicera para anotar el número.
—¿Y vos, que soñaste? —inquirió ella.
Se quedó pensando unos segundos. Hizo como si estuviera buscando en su
memoria el recuerdo de ese extraño sueño que había tenido.
—No recuerdo que soñé —mintió resignado a no saber cómo contarle.
—Si no te recordas los sueños nunca vamos a ganar la quiniela —reprochó
ella mirando el techo.
La cara pálida y arrugada de la mujer apenas asomaba entre la frazada
con la que se tapaba hasta el cogote.
Él pensó por un momento en contarle, pero dudó. Un ligero temor lo
acosaba desde que en los sueños había empezado a ver a los dos desfallecidos en
la cama. En esa misma cama que compartían desde hace no sé cuánto tiempo.
La primera vez, apenas despertó, se levantó y se puso a controlar los
calefactores. El invierno irremediablemente pronto llegaría y el temor a que, por
una pérdida de monóxido de carbono, una noche cualquiera, se quedaran fríos para
siempre, lo angustiaba.
Pero los calefactores funcionaban bien.
Después verificó que las pocas aberturas estuvieran bien aseguradas.
Las imágenes del noticiero, mostrando abuelos brutalmente asesinados para robarles
dos pesos, lo aterraba.
—Ahora lo recuerdo, soñé que todo se iba a la mierda —dijo moviendo la
cabeza como en un gesto de resignación.
—El 79, la mierda es el 79 —dijo ella, con un entusiasmo que a él lo
hizo olvidarse de la pesadilla que lo perseguía noche a noche.
Miró hacia la mesa de luz, tomó la libretita y anotó.
—Voy a dormir un poco más —dijo y se cubrió con la frazada. Giró el cuerpo
y dándole la espalda a ella, se durmió, despreocupado, como si éste fuera un
amanecer más en su rutinaria existencia.
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