No te preocupes, dijo, ella suele andar así, como distraída de
esta vida. Uno puede ir dando clarinadas como tero y ella hará como nada. Hubo
un tiempo en el que tuve la ligera sospecha de que algún problema la acuciaba o
que –tal vez- acarreaba alguna sordera o miopía de niña que le impedía darse
cuenta de mi estruendoso pasar. Pero no, nada de eso parece ser. Dijo esto y se
quedó pensativo, refregándose el mentón con la mano, con la mirada un poco
triste de quien arrastra una nostalgia de esas que ya pintan a melancolía.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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