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No destino

No voy a hablar de mi padre, él ya está muerto. Tampoco voy a hablar de la manera en que murió, de eso ya se encargaron los diarios. 

No voy a hablar de mi madre, ni de como atravesó el dolor de quedarse sola o lo que ella mostró casi teatralmente de ese dolor para todo aquel que quisiera ver.  y que –naturalmente- se vivió como el desgarrado sufrimiento de una mujer que lo había perdido todo. 

Si tuviera que dar alguna referencia que ubique al circunstancial lector, podría decir que esto que voy a contar, tal vez tenga algo que ver con el destino o, mejor dicho, con lo que algunos ilusoriamente creyeron sería el curso que seguiría mi vida después de la trágica muerte de mi padre. 

Ahora todos esperan, con un entusiasmo desmesurado, la fiesta que mi madre organizó para celebrar mi cumpleaños.

—Ya sos todo un hombrecito —dijo ella mientras preparaba la torta con las velitas— ahora vas a poder ocupar el lugar que dejó tu padre.

El  martes próximo debería presentarme en la empresa en la que mi viejo trabajó durante su corta existencia. 

Ese día, también, de acuerdo a los planes que hicieron para mi vida, debería levantarme temprano, tipo seis de la mañana, preparar unos mates amargos para compartir con mi madre y, antes de salir, dejar que ella me acomode el cuello de la camisa, peine mi desordenada cabellera y me despida, emocionada, deseándome suerte. Más suerte que la que tuvo mí padre.

Pero no es mi idea hablar de ello, ni de cómo el Sindicato arregló con la empresa para que se me diera, al cumplir los dieciséis años, prioridad, para ser ingresado como cadete.

Lo que deseo contar tiene que ver con el destino o con esa idea de que, por más que queramos, no está en nuestras manos el qué hacer de nuestras vidas. Nunca antes había pensado en el destino. Es más, me animo a decir que era una palabra que no formaba parte de mi vocabulario. La primera vez que la escuché fue en sepelio de mi padre. Triste destino el de estos trabajadores, dijo el cura mientras hacia el responso. También escuché, sentado, al lado de mi madre, al delegado del sindicato, decirle, mientras le daba las condolencias, que estuviera tranquila, que lo mío ya estaba resuelto, que la empresa había aceptado –aparte de la frondosa indemnización que ella cobraría- ingresarme como cadete y que, para ello, sólo había que esperar que cumpliera los dieciséis años.

El escuchar esta conversación me hizo comprender mejor el significado de la palabra destino. El tener una vida resuelta por otro, eso era el destino. Desde ese día no he dejado de pensar en mi padre, en su triste final. También he pensado en si se le puede hacer trampas al destino.  Si podría, mediante alguna argucia, salirme de esta ruta que se me ha fijado. Inventarme un no destino. 

Tengo la mochila lista. 

La fiesta está por empezar. Mi madre saluda eufórica a los invitados que van llegando. Lamento no poder ser parte de la misma. 

Afuera, detrás de casa, me espera el bosque, el frondoso bosque de lengas sin senderos ni caminos. Me adentraré en él, seguro de que allí me perderé o se perderá ese, que según dicen, ya he sido. 


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