No resulta fácil explicar por qué te levantas a las cuatro de la mañana a escribir.
Más difícil aún es tratar de
explicar que estás escribiendo un cuento y que, justo a esa hora, se te
apareció un personaje que podría darle algún sentido a tu historia.
Escribir es fácil. Lo difícil es
corregir. Leerse y darse cuenta que amontonando palabras no se llega a ningún
lado. Seleccionar párrafos completos y apretar suprimir. Alimentar la papelera
de reciclaje con textos que te parecían buenos y que, pasado un tiempo, te dan
vergüenza.
—Desconocía esta faceta tuya —suelen
decirme.
Tratando de no tomarme muy en
serio, respondo que yo también la desconocía, que nunca había imaginado que
podía narrar historias y que otros fueran a leerlas.
Recuerdo que en el 2005 estaba
sin trabajo, en cuarteles de invierno, como acostumbran a decir cuando te salís
del sistema. Fue ahí que empecé a publicar en un blog, una especie de catarsis
de toda esa realidad que saturaba mi cabeza.
Compartía dos o tres posts por
día en los que opinaba, críticamente, acerca de las cosas que nos sucedían en
el pueblo.
Al volver a leerme, empecé a
darme cuenta que ´—muchas veces— los textos que escribía, eran un desastre.
Había errores ortográficos, de
redacción; y muchas veces, por la forma en que estaban escritos, no expresaban
lo que me había propuesto decir, o lo peor, no decían nada.
—Tengo que encontrarle la vuelta
—me dije—, no debe ser tan complicado.
Busqué en la web y encontré un
sitio en el que ofrecían talleres de escritura on line. Me anoté. El periodista
Luis Gruss era el encargado de dictarlo.
Cuando hizo la devolución del
primer ejercicio, no recuerdo bien cómo me lo dijo, pero si recuerdo lo mal que
me puso. Mientras leía sus comentarios sobre mi trabajo, empecé a sentir algo
así como una mezcla de indignación y vergüenza. Fue tan lapidaría su crítica
que pensé en no seguir, en dejar todo.
En el segundo encuentro entré al
chat como quien entra a una fiesta a la que no fue invitado.
Nos saludamos y empezamos con el
intercambio de opiniones acerca de la consigna.
Con mi trabajo, en su devolución,
Gruss fue tan duro como con el primero. Pero yo ya había empezado a entender algo
de este mundo de la escritura: primero, que se podía aprender a escribir; segundo,
lo más importante, a no enamorarme de los textos.
Dejé de ocuparme de la realidad y
empecé –de a poco- a incursionar en la ficción. Escribía y publicaba en el
blog. No fue tan fácil. Probé asociar los textos con fotos que yo mismo tomaba
y las visitas del blog se incrementaron.
—¡Que buenas fotos! —decían
algunos comentarios.
Y yo, volvía a leer el texto, para
darme cuenta que, a mi escritura, le faltaba algo o la más triste, le sobraba
algo.
Hacer talleres hizo que me diera
cuenta que lo que me sucedía con la escritura, también les pasaba a otros. Más
viejos, más jóvenes, de otras nacionalidades, hombres y mujeres. No había
distinción de profesión, religión, ni condición social. Éramos muchos los que,
queriendo escribir, estábamos en la búsqueda de cómo hacerlo.
Fue Andi Nachon la que me sugirió
mandar uno de mis cuentos a un concurso, o probar con el Fondo Nacional de las
Artes.
Lo concursos me dieron la
oportunidad de publicar. Cuando uno ve su nombre en una antología, que
seguramente termina repartiendo entre amigos y parientes, siente que ha dado un
paso importante en su derrotero literario.
Leerse en un libro es raro. Es
como quedar demasiado expuesto. Revisas, párrafo por párrafo, tu texto,
buscando errores. Te arrepentís de haber publicado, de no haber esperado o revisado
mejor lo que habías escrito.
Y de nuevo el dilema: dejar todo
así o seguir en la búsqueda de eso que algunos llaman “tu estilo”.
Y seguís.
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