Después venía la distancia. Caminar juntos hasta la costa y una vez allí, ella se quedaba con su cámara en la mano esperándolo. Dejó de temer por las olas que lo podían mojar. De a poco perdió ese miedo a que el mar un día se lo llevara definitivamente. Se sacó de encima esa tensión que el esperarlo le ocasionaba. Superó la tentación de bajar a acompañarlo, de recostarse a su lado e intentar sentir algo de eso que el tan apasionadamente le contaba que sentía. Un día como si nada tomó su cámara y empezó de nuevo a sacar fotos a las gaviotas, a los lobos, los cormoranes, los barcos y a ese bicho raro que se obstinaba en permanecer tan cerca del mar escuchando sonidos que sus ojos no podían ver.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
Siempre abierta la puerta a la esperanza...bss
ResponderBorrarEl mar te termina seduciendo. Tal cual....Muchos saludos
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