Ella, no entendía de sonidos ni de composiciones musicales, solo miraba y lo dejaba hablar, esperando volver a la cama, para poder saborear ese aroma a mar que él desprendía de su cuerpo, que, como un afrodisíaco perfume, le despertaba sentimientos que nunca antes había sentido. Sabía a mar y ella, que acostumbrada a respirar esos aromas desde la distancia costera, de pronto se encontró sumergida en lo más profundo de esa existencia, que se le ofrendaba como un gran océano para navegar.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
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