Como todos los años el primero en florecer es el ciruelo. Tiene esa virtud, la de anticiparse a la primavera. Más nunca hemos podido disfrutar de sus frutos. Ya sea por que el viento de los meses venideros castiga duramente a sus flores o porque los pájaros se aprovechan de su intemperie para devorarse sus incipientes frutos. Si uno lo mira a la distancia causa buena impresión y hasta puede convencer de que el próximo invierno va a terminar alimentando algunos frascos de dulce. Pero no. Parece que su existencia no necesita devenir en frutos. Por si acaso, el zorzal patagónico, ya se reservó un lugar cerca de él.
Estaba sentado en la confitería de la terminal. Lo reconocí, aunque no había leído hasta ese momento ninguno de sus libros. Era Peña, el escritor, Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Había escuchado hablar de él, de sus premios y de la Trágica gaviota patagónica, su libro más mentado. Nos saludamos con un ligero movimiento de cabeza y, sin decir nada, seguí con mis cosas. Pasaron más de veinte años de ese momento. Peña ya no está entre nosotros. A mí me quedó la imagen solitaria, como ensimismada, de él, sentado en la confitería; y me quedaron sus libros, los que, a medida que fui leyendo, fueron incrementando mi entusiasmo por su producción literaria. Incursionó en todos los géneros y en todos lo hizo con la misma vocación: la de ser fiel a su estilo. Los pájaros del lago fue el primero que leí. La trama tiene todos los condimentos de thriller. La historia me atrapó desde la primera página. Ambientada en la zona del Lago Argentino, los personajes y los lugares en los que acontecían los he...
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