La bahía amaneció congelada y cubierta de un
manto de nieve. El día se presenta soleado y en el lago, un témpano de hielo
milenario se deja ver imponente.
No resisto la tentación, agarro la cámara
fotográfica, me calzo unos cobertores con puntas que me van a permitir caminar
sobre el hielo y salgo.
Inicio la caminata, sobre esa agua escarchada,
dispuesto a acercarme lo más posible al bloque de hielo que se muestra como un
velero.
A unos trescientos metros de la costa me doy
vuelta y contemplo la ciudad que mantiene la quietud propia del invierno.
A mi derecha, por encima de las lomadas, se
levanta imponente la cordillera.
Son solo unos segundos que permanezco parado,
suficientes como para que el hielo comience a crujir y el vértigo me recorra
todo el cuerpo.
Es hora de volver a tierra firme.
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