Nací en un campamento
Mi madre
aprovechó el turno del transporte que llevaba
a mi padre al trabajo
y me fue a parir
en el puesto sanitario que YPF tenía en
Cañadón Seco.
Más tarde,
de la misma manera
regresó a la incipiente ciudad en la que crecí.
Viajé
en sus brazos,
aferrado sus pechos
que recatadamente me amamantaban
en medio de ese colectivo obrero.
Creí
durante mucho tiempo,
que el origen de mis desaciertos estaba ahí:
en ese peregrinar al que había sido expuesto
apenas mis ojos vieron la luz de este mundo.
Anduve
mucho tiempo así,
como una pieza suelta
que no calza en ningún rompecabezas.
No supe,
hasta medio siglo después
que mi madre, además de mí, cargaba un temor:
el de un hijo que, a poco de nacer, había partido.
Que, mientras viajaba en sus brazos,
en cada arrullo,
como en un pendular existencial
entre más allá y el más acá,
acurrucaba un duelo.
¿Habrá sido ahí que decidió llamarme igual que
él,
imponerme la gracia de mi hermano fenecido?
Todo nombre guarda un misterio que deberíamos
develar
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