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Verano

Las familias llegan temprano. La marea está alta. El poco espacio que queda entre el agua y la costanera no tarda en poblarse. La bajamar dará inicio al mediodía. Entonces, la playa de piedras, que se extiende a lo largo de unos diez kilómetros, se ampliará. La jornada será calurosa y sin viento, dice el pronóstico. El sonido del agua al filtrarse entre las piedras suena apacible, predispone a relajarse. En el pedregal que bordea la caleta se destaca el muelle. Una estructura de hierro, desde dónde parten las lanchas que operan con los buques petroleros. Más allá, hacia el norte, un acantilado establece un límite natural. Si uno busca playas de arena, las encontrará a unos diez o quince kilómetros hacia el sur.

Cuando Pablo llega la marea ya empezó a bajar. Suele pescar en este lugar en el que, el agua, por la profundidad de la caleta, se mantiene aún con la marea totalmente baja. Son unos trescientos metros de costa, en los que, el mar, queda atrapado como en una gran pileta. Visto desde arriba se puede apreciar el espejo de agua rodeado por las formaciones rocosas que a medida que baja la marea van quedando al descubierto.

La gente sigue poblando cada espacio que el agua, en retirada, deja. Algunos, los más intrépidos, se zambullen en las aún frías aguas.

Entre ellos está Tito.

Uno más de los tantos jóvenes que, aprovechando el escenario colmado de espectadores, despliegan sus virtudes atléticas, dando brazadas que lo alejan de la costa.

Es imposible pescar con tanta gente amontonada, piensa Pablo y decide subirse al muelle. Hacerlo es fácil. Pero, caminar por la estructura de hierro, con la bolsa en la que lleva su lata y la carnada en una mano, no es tan simple. Tiene que avanzar haciendo equilibrio, agarrándose, con la mano libre, de las barras metálicas que hacen de columnas de la estructura. Avanza hasta ubicarse en un sector en donde el agua no bajará. Se sienta y apoya la espalda contra la viga metálica. No es la forma más cómoda de pescar. Apoya la espalda contra la estructura de hierro y se concentra en la tarea de sacar la lata y armar la carnada.

En la playa de piedras, del otro lado del muelle, ya no quedan lugares sin ocupar. Los bañistas, con sus cuerpos expuestos al sol, disfrutan del espectáculo natural que ofrece la inmensidad del mar.

Amarradas al muelle, un par de lanchas de la petrolera, hacen de parador para unos lobos marinos. No deben ser más de una docena que se disputan el lugar de reposo. Supo haber miles de ellos en estas costas. Ahora, a unos quince kilómetros al norte, solo quedan los vestigios de la vieja construcción en la que, hace medio siglo, funcionó una lobería.

Promedia la tarde y el nadar ya no resulta tan atractivo. Algunos jóvenes, como forma de mostrar sus virtudes físicas, se suben al muelle. Desde una altura de unos diez metros, se zambullen en la parte más profunda. No es para cualquiera. Hay que tener buenos pulmones para aguantar hasta salir a flote y regresar nadando hasta la costa.

Pablo, desinteresado del movimiento de gente que hay del otro lado, sostiene la tanza entre sus dedos esperando el pique. Con la esperanza de pescar algo, tiene la mirada atenta a esos destellos que el sol provoca en esa agua verdosa. No son tiempos en los que pueda distraerse. Él, pesca para comer. Es la manera que sobrelleva las dificultades que la vida le impuso.

A sus espaldas, los que disfrutan del mar como si no tuvieran preocupaciones, alientan y celebran cada salto en picada de esos jóvenes que, sin medir consecuencias, se animan a saltar y sumergirse. Desde la superficie el agua se muestra calma, pero -dicen los que conocen- que, en esa zona, el agua remolinea formando un embudo que te arrastra hacia profundidades de las que cuesta mucho salir.

Tito camina por encima del muelle. No está muy decidido. No lo ha hecho nunca. No sabe por qué, ahora, ante la insistencia de sus amigos, va derecho hacia la punta del muelle.

Abajo, en medio de esa estructura metálica, Pablo no pierde la esperanza de enganchar algo. A pocos metros, acaban de sacar de un robalo que, por su tamaño, tranquilamente alimentaría una media docena de hambrientas bocas. No tiene idea que, por arriba del muelle, camina un pibe, de su misma de edad, al que no conoce y tal vez nunca conocerá, dispuesto a saltar hacia la profundidad del mar.

Una brisa fresca anuncia que la marea empieza a subir. Tito mira el cielo y respira profundo para sacarse el temor que carga. Sabe que no tiene mucho tiempo. O salta ahora o regresa caminando dispuesto a soportar las cargadas de sus amigos.

La gente, a medida que la tarde va madurando, empieza a dejar la playa. La jornada ha sido plena de sol, pero agotadora. En las caras se mesclan la felicidad y el cansancio de haber estado muchas horas frente al mar, en esa playa de piedras, tan distintas a las de arena, pero no menos agradables a la hora de buscar un lugar para relajarse.

Pablo está pensando en bajarse del muelle. Si no lo hace, el agua pronto mojará sus pies. Ya queda menos gente en la costa y podrá tirar tranquilo la linea desde ahí. Agarra la latita dispuesto a enrollar la tanza y siente el tirón en la linea. Siente también el chapuzón a sus espaldas de alguien que se ha sumergido.

La pesca no es tan grande como pensaba, pero algo es algo, se dice a si mismo mientras mete al pescado en la bolsa de nylon.

Mañana volverá el viento, dice el pronóstico y la gente se quejará de lo poco que dura el verano por estos lados.


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