En Santa Cruz, la idea de lo provisorio, de estar solo de paso, estuvo siempre en permanente disputa con el deseo de arraigarse.
Muchos, como Magallanes, sin
importar la actividad económica que haya prevalecido, el origen migrante, la
condición social, o el motivo que los haya impulsado a venir, recalaron sólo
para pasar el invierno.
Otros, como emulando a los
habitantes originarios de esta tierra, lo hicieron para quedarse. Echar anclas
sin vuelta, quemar las naves, decididos a establecerse.
Indagar en nuestra historia es
como hurgar en una construcción que, a las claras, no ha sido parte de un
proyecto común.
La memoria colectiva santacruceña
tiene esa impronta: aparece fragmentada, de a retazos, como si fueran partes de
un todo inexistente.
Puede que, el no ser, sea la
característica más significativa de nuestra identidad.
En este contexto, los vestigios
de los frigoríficos construidos en Santa Cruz a principios del siglo pasado,
aparecen como símbolo del ocaso de la explotación ganadera que por el precio de
la lana se conoció como oro blanco, desplazada en un principio, a mitad del
siglo veinte por la explotación de los hidrocarburos que en su apogeo económico
fuera reconocido con el apelativo de oro negro, y en el último cuarto de siglo
por la minería a cielo abierto, es decir el oro oro.
En El Basural del frío, la novela
de Peña, el signo trágico del lejano sur no es ese basural, es la sombra del
frigorífico.
Parecían fortalezas imbatibles,
pero sucumbieron.
¿Fueron los frigoríficos en Santa
Cruz una nueva Floridablanca?
¿Pueden los frigoríficos, a
través de su historia, ser una metáfora que nos interpele, que nos aporte
pistas o señales que permitan establecer cuáles serán las coordenadas que
regirán nuestro futuro como sociedad santacruceña?
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