sábado, enero 29, 2011

Zafar

-Cuántas veces te lo tengo que decir, -dijo zamarreándolo de la remera- no quiero verte más en esa esquina jugando con esos atorrantes, que lo único que saben hacer es estar todo el día vagando por el barrio.
 
Andrés se mantuvo quieto. Conocía esa mirada, sabía que cualquier cosa que hiciera o dijera podía desatar en su madre una furia aún mayor. Si abría la boca, se la podía tapar de un cachetazo. Si intentaba zafar de sus manos, salir corriendo, las consecuencias podían llegar a ser mayores. A pesar de los años, de que estaba un poco excedida de peso, y que, de tanto fumar, se iba quedando cada vez más lenta, la distancia era tan corta que lo iba a alcanzar antes de llegar a la puerta. Y allí, al lado de esa puerta descascarada por el óxido, colgando del perchero, entre los abrigos, había un cinto. Un cinto de cuero con una hebilla de bronce bien gruesa que ella conserva como único recuerdo de su padre ya muerto. Y a Andrés, de solo imaginar la paliza que recibiría, ya le empezaba a doler el cuerpo.

-¿Entendiste no?  -vociferó ella, acercándose tanto que Andrés solo podía distinguir sus ojos y sentir como le escupía las amenazas en la cara. 

Contuvo la respiración, apretó los labios, se mantuvo en silencio, dejó que de a poco la tensión reinante se fuera aflojando, que hiciera como tantas otras veces en las que, después de maltratarlo verbalmente, las cosas no pasaban a mayores, ella rompía en llanto y se encerraba en el dormitorio hasta que la bronca por la vida que le había tocado se diluía en lágrimas.

Estaba en eso cuando, como la campana salvadora de los boxeadores que están al borde la knockout, el sonido del timbre llegó. 

El bendito timbre una vez más lo salvaba. Como en la escuela, cada vez que anunciaba el final de la clase justo antes de que lo estén por llamar dar la lección. Algo que a él siempre le pasaba, porque que tuvo la suerte de llamarse Andrés Zurita, que en su aula hubiera cuarenta alumnos, y que siempre el llamado se hiciera por orden alfabético y de manera ascendente.

Esa misma suerte que ahora tocaba a tiempo el timbre de su casa y que la obligaba a ella a bajar los brazos, a respirar profundo, a tratar de recuperar la compostura, a mostrarse nuevamente gentil y buena persona, como la conocían todos en el barrio, a ser la mujer trabajadora que se había quedado sola en la vida, que trabajaba para ganarse el sustento, que se esforzaba para que no faltara un plato de comida en la mesa, y criarlo a él para que tuviera un destino distinto que su padre.

-Andá a lavarte la cara al baño y te pones a hacer la tarea, después vamos a seguir esta conversación, -dijo, se acomodó un poco el pelo y fue a ver quién llamaba. 

Entró al baño, cerró la puerta, se miró al espejo, sus ojos se habían acostumbrados a no llorar, no necesitaba lavarse la cara. Le pareció escuchar que ella discutía con alguien. En realidad, no discutía, suplicaba, pedía por favor que la consideraran, que le dieran un poco más de plazo, que entendieran su situación. Pensó en salir del baño para escuchar mejor. Sentir pena por ella, lo desacomodó. No podía explicarse cómo podía pasar del miedo a la pena en tan poco tiempo. Ya le había ocurrido otras veces. Había querido acercarse a ella con la esperanza de recibir un poco de afecto, pero eso hace rato que había dejado de suceder. Lo más seguro era que volviera de nuevo a maltratarlo. No tenía sentido esperar nada de ella.

El visitante se fue. La casa recuperó ese silencio que ella cultivaba medio macabramente. Esperó unos segundos y no dudó, apoyó los pies sobre la tapa del inodoro, abrió el ventiluz, acomodó su delgado cuerpo, giró sobre sí mismo y se dejó caer hacía el patio trasero. Luego corrió. 

Sus amigos del barrio lo vieron pasar. No sabían que ya no volvería a jugar nunca más en esa esquina.

Zafar

-Cuántas veces te lo tengo que decir, -dijo zamarreándolo de la remera- no quiero verte más en esa esquina jugando con esos atorrantes, que ...