La muerte de alguien cercano me recuerda que soy un ser
temporal. Las otras muertes, la de los que no conozco, la que son tapas de
diarios o las que simplemente suceden en guerras, accidentes o lo que sea, no
me son indiferentes; pero no impactan en mí de la forma en la que lo hace la
muerte de un conocido. Siempre me acuerdo de Hugo, un pibe de mi barrio que,
cuando murió, tendría unos diez años. Jugando con una bicicleta aurora a saltar
en unas lomas se descabezó. No recuerdo el funeral, ni que hayamos acompañado a
la familia al cementerio. Sí que, una brisa de tristeza, nos quedó dando
vueltas a todos por bastante tiempo. Después murieron mis abuelos, un tío al que
quería mucho, mi padre y, cada tanto, cuando me empiezo a andar por la vida
como si fuera dueño de ella, me desayuno con la noticia de que, alguien con el
que compartí y que de alguna manera conocí, se murió, así, sin siquiera dar
aviso. Y es ahí cuando me quedo como en pausa. Cuando adquiere otro sentido los
encuentros, los abrazos, las llamadas y todo aquello que no hacemos por andar
por la vida como si fuéramos eternos.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
miércoles, abril 17, 2019
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