Afuera llueve. Por momentos de manera torrencial. Esto no es
ninguna novedad. Estamos en pleno invierno y por estos lados, en invierno, es cuando más llueve.
Tampoco es novedad que esté haga frio. Lo extraño, lo novedoso, sería lo
contrario.
Dicen que hay lugares en donde no existen las estaciones climáticas.
Que da lo mismo el otoño que la primavera, o el verano que el invierno.
Me
cuesta imaginar un lugar así.
No sé si lo soportaría.
Debe ser como viajar en
un tren que no para en ninguna estación.
Un viaje interminable hacía ningún lugar.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
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