Dejé que el agua caliente vaya muy lento, con apenas un ligero chorrillo, llenando la taza en la que me preparaba un te. El color amarronado del saquito empezó a diluirse y un ligero aroma, apenas perceptible, pasó por mi nariz. Agarré una cucharita y probé. El sabor terroso se paseó por mi boca. Cerré los ojos y respire olisqueando el aroma que desprendía la taza. Todo estaba bien. Puedo disfrutar de un te negro, me dije, otro día más en el que puedo disfrutar de un te negro, repetí, como queriendo exorcizar ese miedo que me ronda a que la anosmia o la disgeusia me priven de estas minucias placenteras que tiene mi vida.
Cuando miro las fotos de los frigoríficos —ese primer intento de desarrollo industrial, que surgió como complemento del oro blanco que representó la lana ovina—, no me pregunto por qué dejaron de funcionar, porque eso tiene relación con factores externos a nosotros. Lo que me provoca —el entrecruzamiento de fotos de “ estas ruinas, impregnadas de la temporalidad” (1) , que reflejan un momento de la ocupación capitalista del territorio—, es pensar en cómo, el abordaje del pasado, puede ayudarnos a entramar los hilos de un futuro que no deja de ser incierto. ¿Son estas fotos un espejo en el que nos podemos mirar para empezar a reconocernos? Ahí se me aparece, Florida Blanca, ese asentamiento español, que -cuando deciden abandonarlo- lo prenden fuego. Imagino al aónikenk observando esa escena. Ellos que eran nómades por naturaleza, que más tarde sucumbieron frente al proceso de colonización de la tierra, tratando de entender, el porqué de esa destrucción. Pienso tambien en los ...
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