Es como si se estuviera apagando, como si –a medida que
pasan los días- hubiera alguien que la fuera borrando. El poder verla así,
cuando amanece, me impone cierta nostalgia por eso que no se alcanza ver pero
que indiscutiblemente está. Se me ocurre pensar que tal vez nos hemos
acostumbrado tanto a su menguar y a su volver a crecer, que nadie duda que se vuelva
a completar. Me incomoda ese acostumbramiento. Prefiera empezar el día pensando
que quizás esta sea la última luna que vaya a ver, que esta noche la humanidad
se desayunará con la noticia de que ya no está. Por eso decido quedarme contemplando
su pasar mientras comienza a clarear.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
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