No sabía qué hacer. Sí seguir así, indiferente, dejando
pasar el tiempo -como si alguna vez hubiera creído en eso que su abuela repetía,
cada vez que se peleaba con un pariente, de que el tiempo lo curaba todo- o
levantar vuelo. La abuela también creía que la quietud te aproximaba a la muerte, pensó y
movió un poco sus alas. Pero no estaba acostumbrada a volar sola. Necesitaba
del aleteo del otro para impulsarse.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
domingo, febrero 08, 2015
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