La piedra era grande como una
casa. Se despeñaba (así se dice, ¿no?) y rodaba sin control haciendo retumbar
la tierra. La veíamos venir y no podíamos hacer nada. No sé cuántos metros
recorría, sólo recuerdo que, en el sueño, pensaba en cómo protegernos. Lo
pensaba mirando la piedra que yacía a unos pocos metros, como haciendo una
pausa. Podía sentir la angustia que me provocaba el pensar que, si no se
hubiera detenido, nos hubiera aplastado. Ahora, ya despierto, cuando pienso el
sueño, imagino que tal vez tenga ver con el hecho de que estuve manejando en la
ruta. Corría mucho viento. Ello, por sí sólo, ya representa una exigencia extra
para el conductor. Pero lo que más me
inquieta es otra cosa. Suelo, en estas circunstancias, prestarle mucha atención
a los camiones de carga. Pareciera que a sus cajas las hacen cada vez más
grandes. El viento sopla tan fuerte que termina dándole una ligera inclinación y
ha pasado en más de una oportunidad, que es tanta la presión, que los ha
volcado. Por suerte nunca me pasó nada. Afuera, el viento, sigue soplando. Hoy
no pienso manejar.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
domingo, marzo 08, 2015
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