Despacio. Así era su andar. Daba
la impresión de que media cada paso que daba. Muchas veces llegué a pensar que
andaba como si no fuera a ningún lado. Como si en ese andar no hubiera un
destino. -Buen día, -amigo, decía al pasar y no esperaba a que yo le
respondiera. –Buen día, respondía yo y nunca supe si alcanzaba a escucharme.
Porque, así como veía su silueta aparecer en la distancia y pensaba que a ese
ritmo nunca llegaría hasta mí, también pasaba que, cuando menos lo imaginaba,
él ya había pasado, me había saludado y había seguido su derrotero hacia ningún
lado. Me hubiera gustado saber de dónde venía. O cómo se llamaba. O, hacía
dónde iba. Hace ya una semana que no lo veo venir. Me quedo esperando hasta
tarde pero no aparece.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
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Hola, Alberto!... he andado por tus letras y tus imágenes y, como antes, he sentido el simple y silencioso pacer que me llena los ojos y el alma. gracias por eso!
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