Me sentía un sobreviviente. Uno
de los tantos o de los tan pocos que habían atravesado ese oscuro tiempo en el
que, como un aliento inquisidor, reinó sobre nuestras cabezas la permanente
amenaza de ser excluidos del sistema. Me sentía también, de alguna manera, un privilegiado.
No integrar esa inmensa mayoría de resignados que habían alimentado esa absurda
idea de que fuera de ello no había existencia y seguir vivo, me entusiasmaba.
Un entusiasmo estúpido, si se quiere. Porque es cierto también que, así como en
algún tiempo todo reino tiene su hegemonía, también sucede que, ineludiblemente,
toda hegemonía es arrasada por el tiempo. Y es el tiempo el que manda. El que
excluye. Me sentía un sobreviviente. En un tiempo en el que no había lugar para
los que osaran sentirse así.
Escribir un rezo para un Dios inexistente Inventarme un Dios al cual rezarle sin fe Encontrar una fe que no esté presa de una religión Profesar una religión en la que no haga falta rezar para huirle a la angustia que me acompaña desde que no estás
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