La vi venir. Tenía un andar acurrucado como si no quisiera ser
vista. Pensé en cruzarme de vereda para no toparla pero no lo hice. Seguro que
ella también me vio venir, a pesar de mi andar despreocupado. Aunque intenté
esquivarla no pude evitar encontrarme con esa mirada apagada y ese rostro oscuro.
Hice un gesto como para saludarla y me encontré con nada. Solo una sonrisa
triste, como si arrastrara por siglos una nostalgia maltratada.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
una breve y hermosa situación de melancolía.
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