Escribir sobre la nada. Dejar que
las palabras vayan, desinteresadas de cualquier propósito, poblando la inabarcable
hoja en blanco. Contar la historia que no se ve, o que sólo ven esos atentos ojos,
de ese par de guanacos, que observan expectantes lo que se les aparece en el
medio de esa nada.
Imaginar que no es un click de una
cámara fotográfica el que se va a disparar. Imaginar la mira telescópica y al
cazador que junta adrenalina y que siente el frío gatillo sobre el tembloroso
dedo, dudando en qué momento presionar sobre él. Y dejarlo todo así. Dejarle al
lector la libertad de imaginar qué fue lo que pasó. Si, finalmente, ese inescrupuloso cazador disparó
o no. Y si lo hizo, si logró dar en blanco.
O tal vez falló. Tal vez, la
imagen, así como se ve, lo perturbó. Le hizo creer que tenía frente a sí a ese ser
mítico de dos cabezas, del que tantas historias cuentan los puesteros, y la
bala de la carabina se perdió en ese cielo azul, y su retumbar volvió como un
eco ensordecedor que vuelve de la nada.
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