Pablo
llega de visita a la casa de sus padres. Lo hace con la idea de ver cómo están,
pasar con ellos un momento y pegar la vuelta. Su madre, feliz de verlo, le dice
que va a preparar estofado, ese que a él tanto le gusta, que se quede a cenar,
que últimamente los visita poco.
Y
él se queda.
El
ánimo familiar no es el mejor. El gobierno decidió reconvertir la empresa en la
que su padre trabajó toda la vida. Indemnización, retiro voluntario,
tercerización, palabras que nunca habían pronunciado, empezaron a usarse más
seguido. Palabras que su padre no termina de aceptar como ciertas y que hacen
que cualquier conversación derive en una discusión.
—Deberías
ponerle un burlete a esa ventana —comenta Pablo mientras ayuda a preparar la
mesa.
Su
padre lo mira y sin decir nada sube el volumen del televisor, como si con ello
apaciguara el zumbido ululante del viento que se filtra por la rendija. La
madre sirve el estofado. La cena no es distinta a las tantas que compartieron
hasta que él decidió alquilar algo por su cuenta.
—Lo
bueno dura poco —dice Pablo cuando ya no queda estofado y repasa el jugo del
plato con un pedazo de pan.
—No
siempre —comenta el padre—, si hubiera sido por mí hubiera seguido en la
empresa.
—¿En
cuál empresa, papá?, convéncete, la empresa no existe más —asegura Pablo en
tono de reproche.
La
madre los mira y mueve la cabeza como pidiendo que no se pongan a discutir.
—Por
lo menos ahora no tenés horarios —dice Pablo y el padre dibuja en la cara una
ligera mueca que ahí nomás se desdibuja, antes de que alcance a descifrar si es
de alegría o de tristeza.
—Yo
le digo que, habiendo tantas cosas para hacer en esta casa, se deje de joder
con eso de volver a la empresa, que cobre la indemnización y a otra cosa —dice
la madre con la mirada puesta en el televisor.
Pablo
no tiene claro qué irá a decidir su padre. Sabe que algunos obreros ya
empezaron a cobrar. Que muchos decidieron volver al norte. Que otros se
compraron un auto. Que alguno se arriesgó un poco y puso un quiosquito.
Quisiera saber qué está pensando su padre, pero no se anima a preguntarle.
Terminan
de cenar, juntan los platos y se quedan unos minutos viendo un programa de
entretenimiento. Espera a que su madre termine de ordenar la loza y se dispone
a regresar a su departamento.
—¿Te
vas a ir caminando? —pregunta la madre— con este viento, mejor te llamo un
taxi.
—No,
no hace falta —responde él—, vos sabés que disfruto caminar con el viento
soplándome las espaldas.
Se
abriga y sale. Afuera el vendaval levanta una nube de polvo que lo obliga a
cerrar los ojos. La presión que ejerce el viento hace que apresure el paso. Las
bolsas de nylon vuelan como si fueran barriletes inflados. Al final de la calle,
iluminada por el único farol de alumbrado público, ve lo que asoma como los
últimos vestigios de una vieja garita. Su frágil estructura soporta agonizante el
castigo impiadoso del viento.
Hace
mucho que no hace una pausa en esa esquina.
Antes,
la garita, era la parada obligatoria. Los obreros esperaban allí a los
colectivos que los llevarían hasta el campamento. Los pibes del barrio también
la usaban. Cuando la inclemencia del tiempo imponía la necesidad de buscar
amparo, terminaban refugiándose en ella. Se pasaban horas y horas hablando de
cualquier cosa mientras fumaban un cigarrillo. Era el único lugar de encuentro
que había en el barrio.
Ahora,
no se ve venir a nadie. Solo unos arbustos espinosos y amarillentos, cruzan por
la calle, levantando polvareda.
Pablo
se detiene frente a la garita. Siente el crujir de la madera. Ya no queda casi
nada del chapadur con el que estaba revestida en su interior.
El
recuerdo de esos días en los que, junto a su padre, esperaba el colectivo de la
empresa, se le viene a la mente.
Tendría
unos ocho años cuando viajó por primera vez al campamento. Los fines de semana,
cuando coincidía con el turno de doce a veinte, su padre lo llevaba con él. La
única condición que le ponían era que se portara bien, que ayudara en las
tareas de limpieza de las oficinas y que no tocara nada. Hacer ese viaje era
como un premio. Esperaba ansioso la llegada de ese día. Su madre lo preparaba y
lo despedía con entusiasmo, imaginando que, algún día, cuando creciera y fuera
mayor, haría por su cuenta ese mismo recorrido. Subir al colectivo junto a su
padre era una experiencia mágica. Antes de llegar a la última parada, pasaban
por tres garitas más en la que los obreros esperaban pacientes. Al finalizar el
recorrido, antes de salir a la ruta, el colectivo se detenía. Allí subía una
especie de inspector que, antes de dar la orden de partir, observaba
atentamente a los pasajeros. Aunque él iba sentado al lado de su padre, no
podía evitar ponerse nervioso. Presentía que ese hombre, encargado de controlar
el pasaje, iba hacerlo bajar. Pero eso nunca sucedió. Fueron tres o cuatros
años en los que, viajar al campamento, fueron como jugar a ser un trabajador.
Tiempos en los que la garita estuvo siempre limpia y bien pintada.
Ahora,
apenas se sostiene. El viento sopla tan fuerte que parece que fuera arrancarla
de la platea en la que está colocada. No tiene la firmeza de cuando la armaron,
pero aguanta y —lo más importante— evita el castigo del viento. Debe ser por
eso que no se decide a seguir. Es como si esa endeble estructura lo necesitara
para no ser definitivamente arrasada por el temporal.
Ahora,
cuando no hay obreros que esperen el colectivo, cuando el lugar de encuentro
social devino en aguantadero, cuando ni las gruesas indemnizaciones que la
empresa pagó alcanzan para disimular el vacío que quedó; la desvencijada garita
lo mantiene ahí, ofreciéndose como un resguardo provisorio para él que, cuando
la intemperie social como una peste incontrolable fue apagando con su pesada
sombra lo sueños de tantas familias obreras, contrariando a sus padres, no
aceptó el trabajo en la empresa.
Está
ahí, quieto, expectante, al igual que ese niño que alguna vez fue, esperando no
sabe qué.
Levanta
la mirada y lo único que ve es una nube de polvo que, como una bruma densa,
hace más oscura la noche sin luna.
Debe
seguir, piensa, pero el temporal de viento es tan desolador que desanimaría al
más fiel peregrino.
Toma
coraje, mete las manos en los bolsillos de la campera, agacha la cabeza como si
fuera a meterse en un tubo, mira de reojo para cruzar la calle y, cuando da los
primeros pasos para quedar a merced del viento, ve los faroles de un viejo
colectivo que asoma desde la otra esquina. Gira la cabeza y la imagen de
obreros que caminan bamboleantes por medio de esa calle que ahora remolinea
soledad, se le aparece patente.
Se
acomoda la solapa de campera y empieza presuroso a caminar, de espaldas al
viento.