El Glaciar Perito Moreno ha iniciado un nuevo proceso de ruptura. Es el segundo día y hace mucho frio, más que ayer. Apenas escuché que las aguas del Lago Rico habían empezado a filtrarse por la presa natural, salí para el parque nacional. Hoy me costó un poco más llegar. La multitud que se ha convocado, con la esperanza de ver caer el puente de hielo, avanzan entusiasmados por las pasarelas como fieles en procesión. Desde arriba se escucha el retumbar de los desprendimientos. Siento una mezcla de ansiedad y emoción. Voy a ser testigo de un acontecimiento natural único en el mundo.
Llueve.
Estoy parado sobre una de las pasarelas, con la cámara lista, viendo cómo se
desploman inmensas paredes de hielo. La gente está eufórica. Grita para
desahogar la emoción. Es un milagro, dice una mujer que está con las palmas de
las manos juntas, como rezando una plegaria, y en su cara se deslizan gotas de
lluvia que parecen lágrimas. Después todo es silencio. Solo escucha el murmullo
del río de hielo que cruza torrentoso por el Canal de los Témpanos, drenando las
aguas del Brazo Rico hacia el Lago Argentino. Lo hace con fuerza, como si
huyera del encierro al que por meses los sometió la presa glaciaria.
Siento que la
humedad se me arraiga en las espaldas. Me vine bien abrigado. Como para
soportar este y mucho más frío aún. Recuerdo la última ruptura. Cuando estaba
por venir, encendí el televisor y me encontré con la noticia de que el puente ya
se había caído. Lamenté no haberme levantado más temprano. Desarmé la mochila y
bajé a la Bahía Redonda. Me quedé allí, mirando el paisaje. No podía sacarme de
la cabeza la imagen del puente cayendo que mostraba el noticiero; ni la
amargura por no haber llegado a tiempo. En eso, cruzó, en vuelo rasante, frente
a mis ojos, un gavilán ceniciento. El susto que me pegué me volvió a la realidad.
Miré el bote amarrado a uno de los gaviones. Es un buen momento para dar un
paseo, me dije. Llamé a mi nieto, busqué los remos, los salvavidas y salimos, a
navegar, entre cisnes, patos y coscorobas, por ese paisaje tan nuestro.
Los ojos,
las lentes, los celulares, todo está enfocado hacia el puente que ahora une al
glaciar con la tierra firme. ¿Piensas que caerá ahora?, pregunta un turista.
Puede ser, nunca se sabe, respondo sonriente, para no desalentar el entusiasmo
que tiene dibujado en la cara. Lo que sí sé, es que los tiempos del glaciar
vibran al ritmo que les impone la propia naturaleza, pienso, pero no se lo
digo.
Hace un buen
rato que no hay actividad. La furia del ventisquero, como diría el Lobo Peña,
se ha tranquilizado. La que no calma es la lluvia. Miro la hora y ya van a ser
las seis de la tarde. Sigue habiendo mucha gente, aunque no tanta como a la media
tarde. Decido subir hasta la confitería. Me doy vuelta y empiezo a caminar. No
creo que se le ocurra a caer justo ahora, me digo. Me alejo unos pasos y siento
un estruendo y la ovación de la gente. Me acerco para mirar, por suerte, sólo ha
sido una de las paredes que lo bordean la que se ha desprendido.
El snack está
lleno. Muchos vecinos de la ciudad. Con algunos hace tiempo que no nos vemos.
Se respira euforia, felicidad y cansancio. El ambiente climatizado invita a
resguardarse en él. En un plasma están proyectando las imágenes de la ruptura
del 2016, cuando no pude llegar. No vaya
a ser cosa que el puente se caiga en éste momento, pienso y abandono el lugar
El cielo
está encapotado. De fondo, detrás del glaciar, una densa bruma lo cubre todo. Un
periodista me pide un pronóstico acerca de la hora que creo que puede caer el
puente: a las cuatro de la mañana, respondo, convencido, como si ésta fuera una
película que ya vi. Bajo un poco más, hasta el segundo balcón. Lo hago más tranquilo.
Como si me hubiera convencido de que, lo que acabo de decir, va a ser así. Que
el ventisquero se ha reservado el final del proceso de ruptura para que acontezca
en absoluta soledad.
Ya no queda
tiempo. Pronto habrá que dejar el parque. Tomo las últimas fotos y emprendo la
vuelta. Cada escalón que subo me parece eterno. Camino decidido Me niego a mirar para atrás. En el aire se
respira el deseo de que aguante, que no
caiga hasta mañana. Y si no es así, igual, no hay problema. Seguro habrá otra
oportunidad. Impredecible, contra todos los pronósticos, ya rompió seis veces
en lo que va de este siglo. La ruptura es sólo un síntoma más de que la magia
del ventisquero sigue latiendo entre nosotros.
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