Cuando el sol empieza a templar
la mañana, el pasto frente al ventanal, exuda brilloso el frio. Mas allá, los
rosales, a pesar de lo avanzado del otoño, aún conservan algunas flores. Los
frutales ya no tienen hojas, el viento que sopló fuerte en estos días terminó
con ellas.
En la costanera, cada tanto cruza
un auto. Seguro que es alguien del pueblo porque turistas a esta altura de año
se ven muy pocos.
Sobre la bahía se destacan los
flamencos y, cerca de la costa, algunos patos.
Los cisnes, que flotan como pequeños puntos blancos, están un poco más
lejos. Cada tanto alguno aletea como si fuera a levantar vuelo o estuviera
desperezándose.
Una pareja, pasa abrazados. Es
raro ver parejas caminen abrazados.
Los flamencos, reunidos en tres
grupos, parecen de familias distintas. Están muy juntos, son una mancha rozada
flotando en el agua, tan amuchados que apenas puedo contar la cantidad. En el
grupo más cercano a la orilla debe haber más de una docena.
Pasa un caminante, de esos que
diariamente usan la costanera para ejercitarse. Lleva las manos metidas en el
buzo y la capucha puesta. Una mujer joven trota. Tiene un andar muy prolijo,
sus brazos a la par del cuerpo apenas se mueven y sus pies, en ese andar
cadencioso, parecen no tocar el suelo.
El segundo grupo de flamencos, donde
alcanzo a contar trece, dibuja una serpenteante línea rozada que, a pesar de
estar quietos, parece reptar sobre el agua.
Pasa una combi. No lleva
pasajeros. Si los tuviera, se hubiera detenido, para que los turistas pudieran
sacarse fotos con la bahía de fondo.
El tercer grupo de flamencos es
el más numeroso y el más disperso. Veintisiete flamencos logro contar. Solitarios,
ermitaños, distantes entre sí, están más cerca de la costa. La mañana es
apacible, no hay viento, la quietud es absoluta, el espejo de agua refleja
nítidas sus frágiles figuras.
Pasan dos ciclistas. El sol me da
casi de frente. A medida que nos acerquemos al invierno se irá yendo más al
norte y lo iré teniendo más frontal en la ventana. El brillo plateado del agua
de la bahía encandila. Pasa una mujer, como yendo para el centro del pueblo. Va
apurada, no parece interesada en el paisaje.
Un flamenco levanta vuelo y cruza
hacia el oeste. Extiende sus largas patas formando una delgada línea en la que
se destacan sus alas que aletean sostenidas por su fragil cuerpo.
Pasa una mujer corriendo. Va
erguida, sus pies parecen querer adelantarse a su cuerpo. Su pelo negro está
prolijamente ajustado con un moño que hace de rodete.
Un carancho sobrevuela la costa.
El vaivén rasante, calara evidencia de que anda buscando alimento, hace que los
teros activen sus defensas y salgan como aviones de caza a su encuentro para
alejarlo de la zona en la que están sus crías.
Cruza un corredor. Lleva la
cabeza hacia adelante. ¿Sus pensamientos, correrán más rápido que sus piernas?
Al final de la bahía, se avizora
la línea amarronada de tierra que la separa del lago. La cortada le decimos. A
medida que el nivel del lago va descendiendo, la podemos ver como un límite,
una frontera que lo separa de la, como le decían los antiguos pobladores,
laguna grande.
Pasa un hombre, cabizbajo, camina
resignado, como lo hacen por prescripción médica. El cielo despejado, tiene un
azul más claro que el de la bahía y no tan oscuro como el de la montaña que lo
limita al norte. Pasa un motociclista. Pasa una pareja. Parecen turistas, van
como embolsados en sus camperas.
Uno de los flamencos solitarios
aletea como sacándose la modorra.
Pasa un hombre. Camina con los
brazos abiertos como desafiando al tiempo. Una ligera brisa mueve el agua. Pasa
un hombre. Mientras camina habla por teléfono.
El sol ya está sobre el poniente.
Los álamos proyectan una larga sombra sobre el patio.
Pasa la vida, pasamos.
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