Estábamos en la parroquia del barrio. Con Esteban íbamos juntos a catequesis. Después nos quedábamos ordenando el salón. Los domingos hacíamos de monaguillos. El cura nos tenía mucho aprecio. Nos movíamos en ese ámbito con absoluta confianza.
Ese día, como todos los sábados, mi
madre dio la catequesis y se marchó, algo apurada, a casa, a preparar el
almuerzo, porque venían mis abuelos a visitarnos.
Nos pusimos a ordenar. Apilamos las
sillas y las mesas contra la pared. Cuando fuimos a barrer, no encontramos el escobillón.
—Debe estar en la oficina del cura —dije
Esteban me miró y recordó, no sin
resignación, que a ese lugar no podíamos entrar. Siempre estaba cerrado y la
única llave la tenía el cura.
Conocía el lugar. Después de la misa solía
ir a dejar el resultado de la colecta de limosna. Fuera de eso, nunca me había
llamado la atención. Los sábados, el cura no iba. Mi madre abría la capilla y pasábamos
derecho al salón para la catequesis.
Cuando agarré el picaporte y lo giré,
lo último que pensé es que la puerta se abriría. Pero, contrario a mis
pensamientos, con solo girar un poco el picaporte, la puerta se me fue de las
manos y quedó completamente abierta.
En la oficina había un pequeño
escritorio con una máquina de escribir. Había también una especie de placar
empotrado, pintado del mismo color que la pared y una puerta que daba a un
pequeño baño. Una cortina de gruesa tela oscurecía el ambiente. Por un momento,
permanecí quieto, frente a la puerta. Es más, creo que sentí o que presentí como
si alguien me estuviera observando. Eso me hizo cerrar los ojos por unos
segundos y me paralizó. Cuando los abrí Esteban ya estaba adentro.
—Vení, pasá —dijo, con esa actitud de
compinche que lo caracterizaba y que podía hacer que fueras hasta el lugar
menos pensado con él. Y yo entré.
Nuestros pasos, lentos, hacían crujir
el piso de madera. Abrimos uno de los cajones y estaba lleno de monedas,
agrupadas por valor y separadas en bolsitas, pero no sacamos ninguna. No
quedaba mucho por hacer, salvo mirar en el mueble empotrado y lo hicimos.
Abrimos el placar. Sobre unos
estantes de madera se podía ver, perfectamente ordenados, todos los implementos
que usábamos en la misa. Fue entonces que, como emulando al cura, Esteban,
ubicó sobre el escritorio el cáliz y un botellón con vino de misa.
—La sangre de cristo —dijo Esteban,
se tomó medio cáliz de vino y me lo pasó.
Nunca antes había tomado alcohol.
Después del segundo trago empecé a sentirme descompuesto. Así y todo, tomé un
tercer y un cuarto trago. Del otro lado del escritorio, Esteban, antes de tomar,
levantaba el cáliz y miraba hacia el cielorraso. Parecía un poseído en una
ceremonia de iniciación de un ritual satánico.
El día que hicimos la primera comunión,
antes de recibir el sacramento, fuimos pasando de a uno al confesionario.
Habían pasado tres meses de aquel hecho sin que nadie nos dijera nada. Cuando
la descompostura no desbordó, terminamos vomitando en el baño. Eso nos alivió.
Quedamos pálidos, con escalofríos, pero consientes. Limpiamos y dejamos todo
ordenado. Cargamos todo ese tiempo con la culpa de haber hecho algo indebido,
de haber pecado. La idea de que la confesión me quitaría ese peso, me estuvo
rondando los últimos días.
—Que Dios, que ha iluminado cada
corazón, te ayude a reconocer tus pecados y a confiar en su misericordia —dijo
el cura cuando entré al confesionario.
—Bendígame, Padre, porque he pecado —respondí
y después confesé que me había copiado en la prueba de matemáticas.
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