Dejé de creer en la inocencia del invierno…
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
sábado, febrero 08, 2025
viernes, febrero 07, 2025
Héctor Rodolfo "Lobo" Peña
Mi práctica como escritor me llevó a leer a
Héctor Rodolfo “Lobo” Peña. Empecé con “Los pájaros del lago”, después vino “Trágica
gaviota patagónica” y ya no pude parar de leerlo. Fui encontrándome en cada uno
de sus libros con sus poemas, sus cuentos cortos, sus novelas y su colección de
aforismo que nos dejó en su último trabajo publicado.
De la mano de Martín, uno de sus tres hijos,
me llegó “El Basural del frío”. Algunas cajas, de esta muy interesante novela,
habían quedado guardadas en su garaje esperando salir a la luz. Lo pusimos,
junto a “Imágenes y Desaforismos” en nuestro stand de autores calafateños. La
respuesta de la gente no se hizo esperar. No teníamos que presentarlo. Peña
estaba presente en la memoria de nuestros vecinos. Muchos lo habían tratado,
conocían a su familia y habían leído sus libros. Otros, los que llegaron
después, poco sabían de él.
En el 2018, con la excusa de su natalicio, nos
convocamos en la Biblioteca de Parques Nacionales para recordarlo. La
invitación salió sobre la marcha, pero, una vez más, la gente respondió.
Expusimos sus libros y su maquina de escribir, apuntes, manuscritos, y objetos
personales que Martín nos acercó. Entre los presentes, muchos lo habían
tratado. Algunos, como Nuno Mancilla, habían compartido con él, la escuela
primaria. Otros, como Alicia Luengo, solían leer sus libros por radio nacional,
cuando la radio era uno de los pocos medios de comunicación. Fue un encuentro
grato, emotivo, en el que todos nos quedamos con ganas de algo más.
Fue así que surgió la idea de trabajar para realizar
un homenaje que nos permitiera rescatar la memoria de su persona; de buscar
todo aquello que nos llevara a conocer al hombre en su cotidianeidad, al
escritor, aviador, periodista, y todas aquellas facetas de su existencia a fin
de tener un conocimiento completo, ordenado y confiable de distintos aspectos
de lo que fue su vida.
No resulta, ésta, una tarea fácil. Salvo las
referencias literarias, que figuran en sus libros, en la web hay poco (por no
decir nada) de él. Bosquejar una biografía parecía una tarea infructuosa.
El 4 de agosto se conmemora el natalicio
número ochenta del “Lobo”, le dije a Pancho Albornoz cuando nos encontramos en
la Feria del libro, y pensamos que es una buena oportunidad para recordarlo. El
que tiene un archivo con muchas cosas de Peña es Mario (Echeverría Baleta),
aseguró Pancho y movió el mentón señalándolo hacía el stand en el que estaba
con sus libros.
Una carpeta con más de doscientos recortes de
diarios, apuntes, borradores, escritos mecanografiados, y algunas fotos, es lo
que Mario me facilitó para que fotocopiara y digitalizara. Sí es para hacer
algo para Peña, no hay problema, dijo generoso y me entregó la carpeta.
Así surgió, convencido de que la figura del
Lobo debe ser abordada en toda su dimensión, https://homenajeallobo.blogspot.com/,
un espacio virtual en el que se puede leer una faceta de lo que fue Peña y que,
para muchos, por el paso del tiempo, puede resultar desconocida. Su publicación
es un primer y pequeño paso, que esperamos motive a otros a dar muchos más.
miércoles, febrero 05, 2025
Carlos
Estoy de nuevo en la ruta. Ya hice la mayor parte de este largo trayecto que debo realizar para visitar a la familia.
Empiezo a bajar por la “Curva de
los palitos”. La nueva traza la hizo más amigable.
No hace mucho, descender por
ella, era un verdadero suplicio. Venir de una recta interminable y llegar de
golpe, a esta bajada, en zigzag, te obligaba a meter cambios para disminuir la
velocidad y rogar que nadie viniera de frente. Los palitos eran esas balizas
hechas de cemento y pintados de blanco, que vaya a saber uno cuándo se habían
puesto y que servían sólo para llamar la atención. Larga era la lista de
conductores que habían desbarrancado en este lugar. Pero, como ya dije, no
están más. Los remplazaron por los clásicos guarda raid de chapa cuando
modificaron la traza, lo que me permite recorrerla con más tranquilidad de la
que recuerdo.
Lo que no cambió fue la forma de
vado que adquiere la ruta una vez que terminas de descender. Ahí te encontrás
con una recta en la que la pronunciada ondulación del vado te impide por
momentos ver si viene otro vehículo de frente.
Ya se puede ver el mar. De frente
a la recta, acelero la marcha.
Como sucede cada vez que paso por
este lugar, me acuerdo de mi amigo Carlos. De esa vez que veníamos viajando
juntos en su auto. Por recomendación de su mujer, manejaba yo.
La imagen del camión viniendo de
frente se me quedó pegada en la memoria. Solo podía ver la parte superior de la
cabina. Era uno más de los tantos transportes recorriendo esta troncal que
atraviesa toda la Patagonia.
Aún faltaban 40 km para llegar. Pisé
el acelerador, mirando la ruta y a ese camión que brillaba con el mar azul de
fondo. En el último tramo de aproximación, el camión, por unos segundos,
desapareció de mi vista. Cuando lo volví a ver ya lo tenía casi de frente.
Ahí pude ver también al fiat 147
blanco que lo venía sobrepasando. Fueron pocos segundos. Levanté el pie del
acelerador y me salí de la ruta. Milagrosamente no lo impacté de frente, ni
terminé desbarrancando fuera de la banquina. Bajé un cambio, bajé otro y el
auto se fue acomodando hasta detener la marcha.
—Podíamos habernos matado —dijo
Carlos y esbozó una sonrisa.
Yo no dije nada. Me bajé del auto
y caminé un poco. El aire de mar me ayudó a salir del estado de shock en el que
había quedado.
Carlos se mató dos años más
tarde. No tuvo un accidente automovilístico. Él ya había volcado un par de
veces en la ruta y había salvado milagrosamente su vida. Después de eso solo
manejaba, en la ciudad. Le gustaba sacar una vieja F100 que había traído de la
estancia. El resto de la semana caminaba. De su casa al estudio jurídico y de
ahí a los juzgados o a las oficinas de Trabajo. Cargaba un viejo maletín de
cuero que había heredado de su padre, un sobretodo marrón y -arrastrando parte
de su humanidad que había quedado maltrecha después de los accidentes- recorría
el microcentro, de oficina en oficina, tramitando expedientes judiciales. Tenía
toda una vida por delante, dijo un amigo común cuando nos enteramos de su
muerte. Yo no dije nada. Me quedé dando vueltas por las frías calles de esa
triste ciudad en la que me enteré de su muerte.
—Tengo que verte —me había dicho,
una semana antes.
—Mañana viajo, pero a la vuelta
nos juntamos a comer —le prometí en medio de un tumulto de gente que nos
rodeaba.
No era de ir a este tipo de
lugares en los que se amontona gente. Pero ese día estaba ahí.
A mitad de semana, salió del
estudio jurídico, se subió a la F100, enfiló por la ruta con rumbo al sur. Se
detuvo frente al mar. Seguramente tuvo tiempo de contemplar ese infinito
horizonte azulado que se sacude al compás de las olas que avanzan lentamente
hacía la costa. Después, con la escopeta que también había heredado de su padre,
se voló la cabeza de un tiro.
—Mi viejo siempre me decía que,
el sueño de él, era que, algún día, cuando me recibiera de abogado, trabajara
en una gran corporación, alguna multinacional o para alguna de esas familias
ganaderas con apellidos patricios —dijo una vez cuando nos acompañó a una
audiencia al ministerio de trabajo—. Si me
viera defendiendo a estos negritos, me cagaría a patadas en el culo —concluyó y
todos nos empezamos a reír a carcajadas ante la mirada atenta de la mujer que
con un mata sellos nos recibía la presentación que habíamos ido a entregar.
Ahora, cuando la ruta se aproxima
un poco más al mar, cuando se puede divisar la forma de la caleta que alberga
la ciudad, trato que el recuerdo se diluya, que de paso a la idea llegar y de encontrarme
con mis nietas. Pero la imagen sigue ahí, difusa, como un fondo brumoso que tiñe
de nostalgia este momento.
No destino
No voy a hablar de mi padre, él ya está muerto. Tampoco voy a hablar de la manera en que murió, de eso ya se encargaron los diarios.
No voy a hablar de mi madre, ni de como atravesó el dolor de quedarse sola o lo que ella mostró casi teatralmente de ese dolor para todo aquel que quisiera ver. y que –naturalmente- se vivió como el desgarrado sufrimiento de una mujer que lo había perdido todo.
Si tuviera que dar alguna referencia que ubique al circunstancial lector, podría decir que esto que voy a contar, tal vez tenga algo que ver con el destino o, mejor dicho, con lo que algunos ilusoriamente creyeron sería el curso que seguiría mi vida después de la trágica muerte de mi padre.
Ahora todos esperan, con un entusiasmo desmesurado, la fiesta que mi madre organizó para celebrar mi cumpleaños.
—Ya sos todo un hombrecito —dijo ella mientras preparaba la torta con las velitas— ahora vas a poder ocupar el lugar que dejó tu padre.
El martes próximo debería presentarme en la empresa en la que mi viejo trabajó durante su corta existencia.
Ese día, también, de acuerdo a los planes que hicieron para mi vida, debería levantarme temprano, tipo seis de la mañana, preparar unos mates amargos para compartir con mi madre y, antes de salir, dejar que ella me acomode el cuello de la camisa, peine mi desordenada cabellera y me despida, emocionada, deseándome suerte. Más suerte que la que tuvo mí padre.
Pero no es mi idea hablar de ello, ni de cómo el Sindicato arregló con la empresa para que se me diera, al cumplir los dieciséis años, prioridad, para ser ingresado como cadete.
Lo que deseo contar tiene que ver con el destino o con esa idea de que, por más que queramos, no está en nuestras manos el qué hacer de nuestras vidas. Nunca antes había pensado en el destino. Es más, me animo a decir que era una palabra que no formaba parte de mi vocabulario. La primera vez que la escuché fue en sepelio de mi padre. Triste destino el de estos trabajadores, dijo el cura mientras hacia el responso. También escuché, sentado, al lado de mi madre, al delegado del sindicato, decirle, mientras le daba las condolencias, que estuviera tranquila, que lo mío ya estaba resuelto, que la empresa había aceptado –aparte de la frondosa indemnización que ella cobraría- ingresarme como cadete y que, para ello, sólo había que esperar que cumpliera los dieciséis años.
El escuchar esta conversación me hizo comprender mejor el significado de la palabra destino. El tener una vida resuelta por otro, eso era el destino. Desde ese día no he dejado de pensar en mi padre, en su triste final. También he pensado en si se le puede hacer trampas al destino. Si podría, mediante alguna argucia, salirme de esta ruta que se me ha fijado. Inventarme un no destino.
Tengo la mochila lista.
La fiesta está por empezar. Mi madre saluda eufórica a los invitados que van llegando. Lamento no poder ser parte de la misma.
Afuera, detrás de casa, me espera el bosque, el frondoso bosque de lengas sin senderos ni caminos. Me adentraré en él, seguro de que allí me perderé o se perderá ese, que según dicen, ya he sido.
Zafar
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