Estoy de nuevo en la ruta. Ya hice la mayor parte de este largo trayecto que debo realizar para visitar a la familia.
Empiezo a bajar por la “Curva de
los palitos”. La nueva traza la hizo más amigable.
No hace mucho, descender por
ella, era un verdadero suplicio. Venir de una recta interminable y llegar de
golpe, a esta bajada, en zigzag, te obligaba a meter cambios para disminuir la
velocidad y rogar que nadie viniera de frente. Los palitos eran esas balizas
hechas de cemento y pintados de blanco, que vaya a saber uno cuándo se habían
puesto y que servían sólo para llamar la atención. Larga era la lista de
conductores que habían desbarrancado en este lugar. Pero, como ya dije, no
están más. Los remplazaron por los clásicos guarda raid de chapa cuando
modificaron la traza, lo que me permite recorrerla con más tranquilidad de la
que recuerdo.
Lo que no cambió fue la forma de
vado que adquiere la ruta una vez que terminas de descender. Ahí te encontrás
con una recta en la que la pronunciada ondulación del vado te impide por
momentos ver si viene otro vehículo de frente.
Ya se puede ver el mar. De frente
a la recta, acelero la marcha.
Como sucede cada vez que paso por
este lugar, me acuerdo de mi amigo Carlos. De esa vez que veníamos viajando
juntos en su auto. Por recomendación de su mujer, manejaba yo.
La imagen del camión viniendo de
frente se me quedó pegada en la memoria. Solo podía ver la parte superior de la
cabina. Era uno más de los tantos transportes recorriendo esta troncal que
atraviesa toda la Patagonia.
Aún faltaban 40 km para llegar. Pisé
el acelerador, mirando la ruta y a ese camión que brillaba con el mar azul de
fondo. En el último tramo de aproximación, el camión, por unos segundos,
desapareció de mi vista. Cuando lo volví a ver ya lo tenía casi de frente.
Ahí pude ver también al fiat 147
blanco que lo venía sobrepasando. Fueron pocos segundos. Levanté el pie del
acelerador y me salí de la ruta. Milagrosamente no lo impacté de frente, ni
terminé desbarrancando fuera de la banquina. Bajé un cambio, bajé otro y el
auto se fue acomodando hasta detener la marcha.
—Podíamos habernos matado —dijo
Carlos y esbozó una sonrisa.
Yo no dije nada. Me bajé del auto
y caminé un poco. El aire de mar me ayudó a salir del estado de shock en el que
había quedado.
Carlos se mató dos años más
tarde. No tuvo un accidente automovilístico. Él ya había volcado un par de
veces en la ruta y había salvado milagrosamente su vida. Después de eso solo
manejaba, en la ciudad. Le gustaba sacar una vieja F100 que había traído de la
estancia. El resto de la semana caminaba. De su casa al estudio jurídico y de
ahí a los juzgados o a las oficinas de Trabajo. Cargaba un viejo maletín de
cuero que había heredado de su padre, un sobretodo marrón y -arrastrando parte
de su humanidad que había quedado maltrecha después de los accidentes- recorría
el microcentro, de oficina en oficina, tramitando expedientes judiciales. Tenía
toda una vida por delante, dijo un amigo común cuando nos enteramos de su
muerte. Yo no dije nada. Me quedé dando vueltas por las frías calles de esa
triste ciudad en la que me enteré de su muerte.
—Tengo que verte —me había dicho,
una semana antes.
—Mañana viajo, pero a la vuelta
nos juntamos a comer —le prometí en medio de un tumulto de gente que nos
rodeaba.
No era de ir a este tipo de
lugares en los que se amontona gente. Pero ese día estaba ahí.
A mitad de semana, salió del
estudio jurídico, se subió a la F100, enfiló por la ruta con rumbo al sur. Se
detuvo frente al mar. Seguramente tuvo tiempo de contemplar ese infinito
horizonte azulado que se sacude al compás de las olas que avanzan lentamente
hacía la costa. Después, con la escopeta que también había heredado de su padre,
se voló la cabeza de un tiro.
—Mi viejo siempre me decía que,
el sueño de él, era que, algún día, cuando me recibiera de abogado, trabajara
en una gran corporación, alguna multinacional o para alguna de esas familias
ganaderas con apellidos patricios —dijo una vez cuando nos acompañó a una
audiencia al ministerio de trabajo—. Si me
viera defendiendo a estos negritos, me cagaría a patadas en el culo —concluyó y
todos nos empezamos a reír a carcajadas ante la mirada atenta de la mujer que
con un mata sellos nos recibía la presentación que habíamos ido a entregar.
Ahora, cuando la ruta se aproxima
un poco más al mar, cuando se puede divisar la forma de la caleta que alberga
la ciudad, trato que el recuerdo se diluya, que de paso a la idea llegar y de encontrarme
con mis nietas. Pero la imagen sigue ahí, difusa, como un fondo brumoso que tiñe
de nostalgia este momento.
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