Me quedé sentada en la cocina. Esperando no sé qué. Tendría que haber acompañado a mi madre. Todo fue tan rápido que ni tiempo tuve de reaccionar.
—Vos te quedas acá —dijo mí padre
cuando me vio aparecer con la campera puesta. Ella no dijo nada. Ella conocía bien a mí padre y sabía cuándo debe callar.
El teléfono sonó varias veces antes
que alguien se levantara a atender. Yo estaba despierta, tapada hasta el cogote
con la vieja frazada que me abriga del invierno. El ring del teléfono seguía
sonando. Parecía que la única que lo escuchaba era yo. Quién puede estar
llamando a esta hora, pensé. Debe ser una de esas llamadas automáticas que te
hacen una encuesta o te notifican de algo. En lo único en lo que no pensé fue
en mi hermano. Él había salido de parranda, como suele hacerlo todos los fines
de semanas desde que cumplió los dieciocho años. A mí me faltan todavía cuatro
años para ser mayor de edad. Cuando pienso en ello, el tiempo se me hace
interminable.
—Levantate —ordenó mi madre y no me
dio tiempo a nada.
Quise saber qué pasaba, quién había
llamado, pero ella salió de mi habitación tan bruscamente como entró.
Ella es así, vive como atolondrada. Muchas
veces pienso que no tiene un registro de mí. Ni como hija, ni como nada. Que
cada mañana, al despertarse, ya tiene todo programado. Y que, en ese programa,
yo soy sólo un trámite más que se agota cuando, de pasada a su trabajo, me deja
en la escuela.
Me levanté y recién ahí me di cuenta
que algo grave había sucedido. Encontré a mi padre despierto, hurgando en la
alacena que está al final del pasillo.
No hay razón en el mundo que pueda sacar
de la cama a mi padre un domingo a la madrugada. Con suerte, si logras
despertarlo, te va a mirar con sus ojos lagañosos, va a hacer como si te
estuviera escuchando y se va esconder entre las frazadas para seguir durmiendo.
Pero, contrariando todo lo que siempre hizo, estaba levantado y despierto. Y tenía en sus manos una 38 y una caja llena de municiones.
Hace tiempo que no lo veía salir con su arma. Cuando estaba en la fuerza, acostumbraba a portarla, aunque estuviera fuera de servicio. Pero eso ya era historia. Después que le dieron de baja y que nos mudamos a este pueblo, el arma quedó como dormida en la alacena. Y mi padre no volvió a ser el mismo.
Lo miré, de reojo, y algo de eso que era antes y que ya creía olvidado, se dejó ver.
Fui hasta la sala y me encontré con
mi madre, llena de angustia, parada al lado de la puerta de salida. Verla en
ese estado hizo que me compadeciera de ella. Estuve a punto de decirle que no
podía salir así, que se cambiara esa campera floreada que la hacía parecer un
paquete de regalo ambulante. Pero no le dije nada.
—Tu hermano está en el hospital —dijo
con una voz temblorosa, medio moqueando, casi al borde del llanto—. Parece que
hubo problemas con la policía en el boliche —alcanzó a esbozar y se quedó muda,
como si quisiera tragarse las palabras, cuando vio a mi padre acomodando la 38
en la riñonera.
Cuando se fueron me quedé con el celular
en la mano, esperando que alguno se comunicara. El sol se asomó tenue pero
decidido por sobre los techos de las casas vecinas. No sé qué me angustiaba
más, si el no saber qué era lo que le había ocurrido a mi hermano o que nadie
me llamara, que el tiempo transcurriera como si se hubieran olvidado de mí.
—Estás bien, mamá —le pregunté por
mensaje de texto.
—Sí —respondió como a los diez
minutos.
No sabía cómo preguntarle por mi
hermano. Pensaba en él y me imaginaba lo peor.
En eso me parezco mucho a mi madre.
Ella siempre imagina lo peor. Tiene un sentido de la fatalidad que -de tan
persistente- resulta grotesco. Aunque a veces sus dichos te caigan como un
martillazo en un dedo.
—Tu hermano está en observación, pero
va a estar bien —me informó en otro mensaje de texto y entonces me preocupé en
serio. Ella no te mandaba dos mensajes seguidos nunca. Su comunicación siempre se
limitaba a un “si” o un “no”, o con suerte a un “no sé”.
—¿Y papá? —me animé a preguntarle en
nuevo mensaje.
—No sé —respondió y entonces me di
cuenta de que había recuperado su sentido de la realidad, eso que la alejaba de
todo lo que tuviera que ver con comunicarse conmigo.
El ulular de una ambulancia se escuchaba lejano. Las madrugadas de los fines de semana cada vez son más ruidosas.
Mi
madre solía insistirle a mi hermano, cada vez que iba a salir, con que se cuidara,
que anduviera en grupo, que se mantuviera dentro del boliche hasta que salieran
todos. Decía que todo estaba muy cambiado. Que no sabías con lo que te podías
encontrar en la calle.
Me preparé un café con leche y encendí
la tele, para tratar de distraerme, para no pensar, para olvidarme de mi
hermano, que tal vez estaba muriéndose en el hospital. Para no imaginar a mi
padre tiroteándose con la policía. Para no dejarme enroscar por esa idea de que
iba a tener que pasar el resto de mis días sola, con lo que quedara de mi
madre.
Me recosté en el sillón. Dormité un poco. Cuando estaba por relajarme
en serio, sentí el ruido de nuestro auto que detuvo la marcha frente a casa.
Ese ruido inconfundible del caño de escape roto que nadie parecía dispuesto a
reparar.
Se abrió la puerta y entró toda mi
familia junta. Cada uno pasó a su habitación como si nada hubiera ocurrido. Mi
hermano llevaba una venda que le rodeaba la cabeza, pero no parecía ser nada
grave. Ninguno dijo nada.
Así como si nada me volví a quedar
sola.
Voy a dormir un poco en el sillón, me
dije. Aunque el sol ya entraba pleno por una de las ventanas, sentí muchas
ganas de dormir y de olvidarme, también yo, de ellos.
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