La presión de la altura me está demoliendo la cabeza. No recuerdo haber sentido la puna así. Por momentos, saco la cabeza por la ventanilla del colectivo. Respiro lento, profundo y constante. Retengo todo lo que puedo el aire en los pulmones. Aún no me he mareado. Los demás pasajeros parecen no sentir nada. Cuando subimos en la terminal, algunos, me observaron detenidamente, como si buscaran en mí algo de ese pibe que se fue hace más de tres de décadas de ese triste pueblo metido en medio de la montaña.
Felipe, escribo estas
líneas, confiando en que llegaran a tus manos. Sé que ha pasado mucho tiempo y
que nada de lo que diga puede ya interesarte. Es probable que, incluso, ya no
me recuerdes. Aunque sé también que ello es muy difícil. El tiempo ha pasado y
–más temprano que tarde - yo pasaré, y no quisiera dejar esta vida sin antes
saldar esta cuenta que el destino dejó pendiente entre nosotros y que ha
marcado para siempre nuestra existencia.
No
consulté con nadie mi decisión de viajar.
Creo que no necesité abrir el sobre, que mi primo Abdón trajo, como
encargue de ella, para saber que tenía que volver. Le dije a mi mujer y a mis
hijos que no se preocuparan, que estaría de vuelta en un par de semanas y que,
entonces, teniendo un poco más claras mis cosas, les explicaría la razón de
este sorpresivo viaje.
Llamé
a la agencia de viajes y encargué el pasaje. La única combinación disponible
desde aeroparque tenía una espera de doce horas, me informó la mujer que me
atendió. Le dije que no había problema.
—Vas
a tomar dos aviones —preguntó mi esposa, conocedora del terror que me provoca
el sólo pensar en volar.
—Si
—respondí, como si ello no fuera inquietarme.
De
las pocas veces que he viajado en avión, esta debe ser la que peor la pasé.
Estuvimos como una hora dando vueltas por el cielo de Buenos Aires, antes que
el piloto se decidiera a, como dicen en la jerga aeronáutica, embocar al avión
en la pista. Cuando la nave se detuvo, la gente estalló en un aplauso que se
prolongó por varios minutos. Yo no atiné a nada. Miré mi reloj y rogué que, en
esas doce horas de espera que me quedaban para tomar el próximo vuelo, la
tormenta amainara.
Pensé mucho antes de
decidirme a escribir. En todo este transcurrir de mi existencia, viví,
convencida que los días eran como una escoba que borraba, pacientemente, los
vestigios de ese pasado compartido. El vivir se convirtió entonces en un ritual,
que sólo se justificaba por esa tranquilidad que experimentaba mi memoria al
olvidar. Fui también, con el tiempo, barriendo
esos sentimientos que, frente al vacío de tu ausencia, se volvieron
angustia.
Las
doce horas se volvieron treinta y seis. No recuero haber visto antes una
tormenta así. La ansiedad de algunos pasajeros, por la demora del vuelo, se
diluía, cada vez que el cielo tronaba y los relámpagos iluminaban centelleantes
las torres que emergen de esta ciudad.
Tomé
unas gotas de Reliveran y logré así despejar las náuseas que me acosaban. Uno
de los tipos que más desesperado estaba por viajar dijo que, sí no confirmaban
pronto la salida del avión, se iba a tomar un micro en Retiro. Nadie dijo nada.
Yo pensé que era mejor que el vuelo no despegara nunca. Seguro de que, si eso
pasaba, yo me tomaba un colectivo de vuelta casa.
No debería darle esta
noticia estando usted sola, me dijo el médico, el día que fui a consultarle por
los resultados de los estudios que me habían hecho. Yo lo miré y no atiné a
decir nada. Es muy importante que en estos casos comparta lo que le voy a decir
con algún familiar o con alguien de su confianza, agregó compungido. Lo escuché, como solía hacerlo con las demás
personas con las que trataba, como si escuchara al verdulero ofrecerme una
lechuga o a mí patrona reclamarme por no haber ordenado bien su dormitorio.
Cuando terminó de hablar me paré, le di la mano y salí del consultorio. Empecé
a caminar como si nada importante hubiera sucedido. Llegué hasta la plaza,
busqué un banco que no estuviera ocupado y me senté. Acostumbrada a andar con
la mente vacía, no pude menos que asustarme, cuando percibí, como un eco que
retumbaba en mi cabeza, las palabras: familiar y confianza.
En
el otro tramo, el vuelo, fue mucho tranquilo. Como nunca antes, dormí todo el
viaje. La azafata tuvo que despertarme antes de aterrizar para que enderezara
la butaca.
Un
taxi me llevó desde el aeropuerto hasta la terminal de ómnibus. Cuando saqué el
boleto la chica me explicó que, para llegar a mi destino, iba a tener que hacer
un transbordo. Le dije que no importaba y me subí al primer colectivo que
salió.
Antes
llegar a la terminal de transbordo, paramos unas ocho veces en distintos
pueblitos que asomaban al costado de la ruta. Yo permanecí sentado. Casi todo
el tiempo durmiendo o dormitando.
Algún familiar o alguien
de confianza. Familia nunca tuve o mejor dicho, nunca creí tener. A los pocos
deseos de arraigo familiar, mi madre adoptiva, se encargaba de espantarlos con
los constantes maltratos. Confianza, creo haber tenido, una sola vez. Confianza
plena y absoluta. Y se me vino encima, aplastándome. Como aplastó la existencia
de mi madrastra el techo de la casa, el día que la tierra tembló fuerte.
Dejamos
atrás el zigzagueante camino de montaña, cubierto de una fina capa asfáltica,
para adentrarnos en una huella arenosa que se abría mansamente, entre un médano
polvoriento y seco, de lo que alguna vez había sido el cauce de un rio. Cada
tanto, el chofer, detenía la marcha para entregar un paquete o dejaba que, en
medio de esa nada, bajara o subiera algún pasajero. Todo con una naturalidad
propia de alguien que ha hecho eso por siempre.
Me quedé sentada, un buen
rato, dejando que esas palabras rebotaran en esa nada que habitaba mi memoria. Estuve
así, distendida, relajada, como si el diagnóstico médico no fuera a tener un
desenlace fatal para mi existencia. Medio dormida, creí sentir, que alguien me llamaba.
¿Una se puede morir así, sentada en una plaza, sin siquiera un recuerdo que la obligue
a postergar la partida? Me paré y enfilé para la casa. Allí, sin saber bien por
qué, empecé a escribir, para vos, estas líneas. Nadie me ha dicho, como se le
suele decir a los condenados, que pida un último deseo. Pero es lo que haré.
Escribo para decirte que, para saldar esa deuda que quedó entre nosotros cuando
te fuiste, deseo poder verte una vez más, sentir tus manos tibias sobre las
mías, y decirte adiós, antes de mi partida.
El
corazón retumba en mi pecho cada vez con más fuerza. Respiro profundamente,
tratando de darle a mis pulmones, con ello, el oxígeno que mi organismo reclama.
Pero no alcanza. Miro al chofer. Tiene en uno de sus cachetes un bolo formado.
Está masticando coca. Hago un paneo y veo a todos haciendo lo mismo como si
estuvieran mimetizados.
Recuerdo
haber tomado con gracia el cartel del quiosco de la terminal que ofrecía “Bica
y coca”. Siento nausea y un ligero marea nubla mi vista. Ya estamos llegando.
Me doy cuenta de ello porque alcanzo a distinguir el cementerio que oficia de
entrada del pueblo.
Antes
de la parada final, el colectivo, detiene varias veces la marcha para que bajen
los pasajeros. Soy el único que va hasta el final. Me bajo frente a una casa de
la que cuelga un cartel de Coca Cola. El
colectivo arranca y me deja envuelto en una nube de polvo. Las piernas me pesan
como si les hubiera puesto un lastre. Hago un esfuerzo para dar un paso y
acercarme hasta la puerta, pero alguien apoya su mano en mi espalda y me
detiene.
Es
el cura del pueblo. Un muchacho joven, de baja estatura y un poco excedido de
peso.
—Usted
debe ser Felipe —dice y esboza una mirada indulgente.
—Si
—respondo y me alegra que alguien me haya reconocido.
—Ella lo estuvo esperando —dice y hace una pausa—,
lamento decirle que adelantó su partida —agrega con mirada puesta en el cielo.
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