Dice que en el establecimiento hay que respetar el uniforme.
Que, si no lo hace, no se le va a permitir el ingreso. Que no está dispuesto a
tolerar este tipo de situaciones que promueven el desorden y que fomentan la
desobediencia entre el alumnado. Lo dice y no lo mira a la cara. Mira el
escritorio en el que tiene desplegado un sinnúmero de carpetas. El alumno si lo
mira. Lo hace de manera desinteresada. Lo mira y piensa en cómo será verse
uniforme. En dejar que su singularidad se diluya y se vuelva uno más en eso que
asemeja a una tropa. El rector sigue con su perorata. Dice que si no cumple con
las normas puede quedar libre. El alumno, mientras tanto, sigue pensando. Está
en otro lado pero vuelve. Le gustó esa opción que le ofrece el sistema. O trae
uniforme o queda libre. No duda. Agradece haber nacido en un país en el que se
puede optar, entre ser uniforme, o quedar libre.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
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