Se multiplican los témpanos. La calma es absoluta. Se multiplican también las aves en la bahía. El clima es de fiesta. Incluso la presencia de algún carancho no desentona, le imponen un ritmo distinto al paisaje. Los teros, con su alboroto, los alejan de sus incipientes nidos. El invierno parece haber quedado definitivamente atrás. Vivo en una ciudad, frente a un lago, por el que –como naves de hielo milenario- transitan hasta confundirse con él, desprendimientos glaciarios.
Cuando miro las fotos de los frigoríficos —ese primer intento de desarrollo industrial, que surgió como complemento del oro blanco que representó la lana ovina—, no me pregunto por qué dejaron de funcionar, porque eso tiene relación con factores externos a nosotros. Lo que me provoca —el entrecruzamiento de fotos de “ estas ruinas, impregnadas de la temporalidad” (1) , que reflejan un momento de la ocupación capitalista del territorio—, es pensar en cómo, el abordaje del pasado, puede ayudarnos a entramar los hilos de un futuro que no deja de ser incierto. ¿Son estas fotos un espejo en el que nos podemos mirar para empezar a reconocernos? Ahí se me aparece, Florida Blanca, ese asentamiento español, que -cuando deciden abandonarlo- lo prenden fuego. Imagino al aónikenk observando esa escena. Ellos que eran nómades por naturaleza, que más tarde sucumbieron frente al proceso de colonización de la tierra, tratando de entender, el porqué de esa destrucción. Pienso tambien en los ...
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