Se multiplican los témpanos. La calma es absoluta. Se multiplican también las aves en la bahía. El clima es de fiesta. Incluso la presencia de algún carancho no desentona, le imponen un ritmo distinto al paisaje. Los teros, con su alboroto, los alejan de sus incipientes nidos. El invierno parece haber quedado definitivamente atrás. Vivo en una ciudad, frente a un lago, por el que –como naves de hielo milenario- transitan hasta confundirse con él, desprendimientos glaciarios.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
Comentarios
Publicar un comentario