El taller estaba en el fondo del patio. En un pequeño galpón, encontré a don José, que en el pueblo es el único que arregla de todo. Llegué con mi vieja radio –regalo de una tía- bajo el brazo. No se cual es problema que tiene. Se enciende y se apaga sola de noche, dije medio ruborizado, por el temor de que me tomara por loco o que pensara que le estaba haciendo una broma. La tenía en casa como adorno y una noche escuché música y pensé que había dejado la tele encendida. Cuando subí a la sala, tardé un poco en darme cuenta que la melodía que se dejaba escuchar, venia desde dentro de la vitrina, en donde entre libros y papeles fue a parar. Dudé en tocarla. Cuando logre salir de la sorpresa, la tomé con mis manos y apreté uno de los botones de la parte superior y lo que parecía un tango, seguía sonando. Giré las perillas frontales sin que nada pasara. Cuando desperté, ya no sonaba, casi me caigo del sofá en el que me quedé dormido esperando algún sonido. Después de unos meses y la escena se reiteró. Ahora hace una semana que me despierta y de alguna forma me obliga a escucharla. Me la puede dejar, me dice don José. La levanta hasta la altura de sus ojos -como si fuera un ritual sagrado- y la música vuelve a sonar.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
miércoles, agosto 26, 2009
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