El auto había quedado atravesado sobre el cordón. Apagó el motor. El cuerpo con el que había impactado, no daba señales de vida y, en medio de la penumbra, parecía un espectro cubierto de la nieve que el viento remolineaba.
Miró el teléfono buscando
a quién llamar. No era una decisión fácil. Nadie está preparado para un
imprevisto. Es mentira eso de los simulacros que te entrenan para una
emergencia. Cuando te sucede, cuando lo impensado ocurrió, es ahí que aparece
el instinto que te hace hacer lo correcto. Hizo correr la lista de contactos
hasta que dio con él. Si él era el tipo adecuado. Hace rato que venía tirándole
los galgos. Y a ella no le iba a resultar difícil devolverle el favor.
—Esperame en la cabaña,
guardo el auto y voy —dijo él con una ligera sonrisa dibujada en la cara,
moviendo afirmativamente la cabeza como anticipando lo que iba a pasar y le
entregó la llave de su camioneta.
Ella agarró la llave, lo
miró unos segundos a los ojos y, sin decir nada, se subió a la camioneta. Por
el espejo retrovisor vio como él maniobraba para sacar el auto atascado en el
cordón de nieve.
Detuvo la marcha frente a
la verja. Bajó y sintió como si el viento le diera un abrazo de frío. Apuró el
pasó. Temblequeando metió la llave en la cerradura y abrió. Cerró la puerta con
fuerza y se quedó un momento con la espalda apoyada, como bloqueando la
entrada.
Respiró profundo hasta
llenar los pulmones con el aire tibio que había adentro. Sintió alivio.
No tendría que haber hecho
lo que él dijo, fue lo primero que pensó cuando pudo pensar.
Encendió el televisor. Buscó
el informativo local. Nada decían de lo que ella esperaba como noticia. Ya
habían pasado más de dos horas desde que habían ocurrido los hechos y nada
decían.
Fue hasta la heladera,
sacó unos cubitos de hielo, los puso en un vaso y se sirvió un poco de licor de
menta que encontró. El trago que tomó la hizo toser.
—Tengo que conservar la
calma —dijo ahora en voz alta, hablándose para sí misma—. Estas cosas pasan, debería
estar tranquila.
Se acomodó en el sillón
con el vaso en la mano, bajó el volumen del televisor y se quedó escuchando el
ululante sonido que provocaba por el viento que se filtraba por una rendija. Si
todo funcionaba como él le había dicho, no habría manera de incriminarla.
El auto tenía una ligera
abolladura y la óptica derecha rota, pero todo eso se podía arreglar. Ahora
había que esperar que él pudiera llegar sin imprevistos hasta el galpón que
usaba como depósito en el barrio industrial y lo guardara ahí por un tiempo.
Nadie la había visto. De eso estaba segura. Y al único que había llamado era a
él. Parecía que la hubiera estado esperando. No tardó ni diez minutos en
llegar. No pidió ninguna explicación. Tampoco ella, en el estado de shock en el
que había quedado después del impacto, hubiera podido darla. Miró la escena y con
una frialdad, que a ella le produjo miedo, acomodó el cuerpo detrás del
contenedor de basura y lo cubrió con cartones y algo de nieve.
Tomó otro trago. El
noticiero mostraba la imagen de un edificio que se había caído a pedazos
producto de una explosión de gas. Entonces sonó el teléfono. Numero privado decía.
Dudó unos segundos en atender, pero atendió.
El oficial se presentó y
sin protocolos le preguntó si hablaba con la dueña de un Toyota corolla patente
BBC121. Ella hizo un largo silencio antes de responder.
—Sí —dijo y antes que
pudiera agregar nada, el oficial la puso al tanto que su auto se había
desbarrancado en la curva conocida como de la muerte y caído al arroyo. Le
informó también que, entre los papeles, habían encontrado sus datos personales
y que el conductor del vehículo había fallecido en el accidente.
Si, dijo ella, justo
estaba por llamar para denunciar el robo de mi auto.
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