Acostumbrada como estaba a manejarse sola, dejó la clase de ingles y caminó por las calles de la ciudad sin un rumbo cierto. Lo hacia de vez en cuando. No les gustaba quedarse fuera del instituto esperando que algunos de sus padres pasaran a buscarla. Caminaba y mandaba mensajes de texto. Voy por San Martín. Ya pasé la plaza. Entré al kiosco de la esquina. Sus padres también estaban acostumbrados a esto. No les extrañaba encontrarla a tres o cuatros cuadras del instituto. En sus trabajos, tomaban nota de que había que pasar a buscarla, cuando llegaba el mensaje de texto. Hoy te toca a vos le decía él y ella –un poco rezongando- buscaba la llave del auto y salía de la oficina. Ese día no llamó, no mandó ningún mensaje. El cierre de la auditoria del principal cliente del estudio los tenía muy atareados. Pensó en detenerse. Miró para atrás, para ver si el auto de sus padres aparecía. Tomo el celular y recién ahí se dio cuenta de que su mensaje no había sido mandado. Intentó llamar y la voz de la operadora la anotició de que no contaba con crédito para hacerlo. La tarde era fría pero apacible. La gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Fue entonces cuando lo vio. Apoyado en la pared de un negocio al otro lado de la calle. Manos en el bolsillo. Las piernas cruzadas. Con una ligera sonrisa en su rostro. Por un momento pensó en que le conocía, pero no. Intentó disimular su soledad. Empezó a caminar. Volvió su mirada para tratar de ubicarlo y él ya no estaba. Es de la policía contador, dijo la secretaría cuando transfirió la llamada.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
Me has recordado que...hay olvidos imperdonables. Besos
ResponderBorrarme quede helada
ResponderBorrarIncreible
ResponderBorrar¡¡Que no vuelva a ocurrir!! esos olvidos no se pueden consentir.
ResponderBorrarUn saludo.
Hola:
ResponderBorrarUn relato que me causo ffffrrrriiiioooo...
Besos Brujos*
¿Y nos dejas así, con los pelos como escarpias? Pobres padres, no se lo perdonarán nunca....
ResponderBorrarUn besito
Un gran cierre.
ResponderBorrarSalud!