Anda un puma cerca, dijo el baqueano, como al pasar. No habían pasado diez minutos desde que partimos desde la estancia ubicada en la margen norte del lago argentino. Los perros se adelantaron ladrando furiosamente y a pocos metros nos avisaron de un cuero de oveja bañado en sangre. No hay que preocuparse, si lo cruzamos, los perros se encargan de él, solo hay que sujetar un poco a los caballos que si lo olfatean, suelen ponerse nerviosos. Esta vez las palabras del guía sonaron más concretas, más reales. Mientras bordeábamos la ladera, la fuerza del viento intensificaba el frío, pero no alcanzaba para despejar, esa mezcla de temor y ansiedad que el posible encuentro había sembrado en nuestra mente. Seguimos subiendo, siempre de espalda al lago. En un momento, la cabalgata se detuvo. Era hora de volver. Giramos y pudimos apreciar desde esa altura al lago en plenitud y a las lenguas glaciarias que alimentan al Perito Moreno. En la estancia nos esperaban con una sopa caliente, que nos ayudó a recobrar la temperatura del cuerpo y a dibujar una sonrisa mientras comentábamos lo interesante que nos había resultado la salida.
Las infaltables gaviotas alborotaban el cielo plomizo sobre un montículo de basura recién depositada por un camión volcador amarillo. Allí, naturalmente, merodeaba el suizo. Y le gustaba robar; pero sus “colegas” del basural no soportaban, aunque al final debían hacerlo, esa costumbre. La ley no escrita era compartir la basura, compartir los espacios. Pero no robarse entre ellos. – El basural del frío Héctor Rodolfo Peña
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