Cuando salgo de casa la veo. Está parada en uno de los postes del alambrado vecino. Me acerco lentamente y tomo la primera foto. Sigo caminando, ya estoy a no más de seis metros, la puedo apreciar plenamente. Estoy pagado digo. Ahora activo el video y sigo acercándome. Levanto los ojos por encima de la cámara y me sorprendo. Está mirándome. Los cuatro metros que nos separan parecen menos. Me detengo. La idea de que se iba a volar, desaparece de mi cabeza. Su pose desafiante logra incomodarme. Recuerdo que se trata de un ave rapaz y el entusiasmo por fotografiarla es remplazado por el temor a ser atacado. Mientras saboreo la emoción de este encuentro cercano con la naturaleza, retrocedo suavemente y ella sigue inmutable. Ya en mi casa, la miro por la ventana y pienso que el temor ha sido todo producto de mi imaginación.
Cuando miro las fotos de los frigoríficos —ese primer intento de desarrollo industrial, que surgió como complemento del oro blanco que representó la lana ovina—, no me pregunto por qué dejaron de funcionar, porque eso tiene relación con factores externos a nosotros. Lo que me provoca —el entrecruzamiento de fotos de “ estas ruinas, impregnadas de la temporalidad” (1) , que reflejan un momento de la ocupación capitalista del territorio—, es pensar en cómo, el abordaje del pasado, puede ayudarnos a entramar los hilos de un futuro que no deja de ser incierto. ¿Son estas fotos un espejo en el que nos podemos mirar para empezar a reconocernos? Ahí se me aparece, Florida Blanca, ese asentamiento español, que -cuando deciden abandonarlo- lo prenden fuego. Imagino al aónikenk observando esa escena. Ellos que eran nómades por naturaleza, que más tarde sucumbieron frente al proceso de colonización de la tierra, tratando de entender, el porqué de esa destrucción. Pienso tambien en los ...
estupendo encuentro... La naturaleza raras veces nos ataca. Si ella pudiera hablar no diría lo mismo...
ResponderBorrarSaludos.