Como todos los años el primero en florecer es el ciruelo. Tiene esa virtud, la de anticiparse a la primavera. Más nunca hemos podido disfrutar de sus frutos. Ya sea por que el viento de los meses venideros castiga duramente a sus flores o porque los pájaros se aprovechan de su intemperie para devorarse sus incipientes frutos. Si uno lo mira a la distancia causa buena impresión y hasta puede convencer de que el próximo invierno va a terminar alimentando algunos frascos de dulce. Pero no. Parece que su existencia no necesita devenir en frutos. Por si acaso, el zorzal patagónico, ya se reservó un lugar cerca de él.
Llegué a la escritura motivado por una búsqueda, en principio inconsciente, que se corporizó en mí cuando empecé a tener noción de lo que representaba el haber nacido en un campamento petrolero. Un lugar que, a la vez, era ningún lugar; un hábitat en el que, el único rasgo permanente, estaba conformado por lo provisorio. De hecho, mi permanencia en Cañadón Seco, duró lo que pudo haber durado la convalecencia posparto de mi madre. La imagino a ella llevándome en brazos, en el transporte de Mottino y Acuña, mezclada entre los obreros que regresaban a Caleta Olivia. Apenas unas horas de vida tenía y ya formaba parte de un colectivo. Un colectivo de obreros, llegados de todos lados buscando el amparo de eso que se erguía como una sigla que, en ese tiempo, todo lo podía: YPF. —Nacido en Cañadón Seco —decía cuando me preguntaban— y criado en Caleta Olivia —agregaba en el intento de transmitir alguna certeza acerca de mi origen. Empecé a pensar en esto cuando me vine a vivir ...
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