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Un témpano XI


Todos se reconocían como parte de la villa turística, con sus conflictos, sus inquietudes, sus temores y esperanza. Nos resultó fácil integrarnos a la comunidad en la que sus habitantes tenían, de alguna manera u otra, una historia en común. Estaba la gente del pueblo, con una fuerte impronta rural, descendientes de españoles, turcos, yugoeslavos, chilenos, ingleses y algún que otro argentino, que conformaron a principios del siglo veinte, este paraje rural, que apenas superaba los mil quinientos habitantes en la década del ochenta. Por otro lado, estaban los “plumas verde”, que en su mayoría habían llegado a El Calafate, a principios de los noventas, pequeños y medianos emprendedores turísticos, muchos de ellos profesionales jóvenes en busca de nuevas oportunidades. Cuando a la comuna local comenzaron a llegar los pedidos de terrenos, estos decidieron armar un nuevo loteo, lejos de la cuadricula de veinte manzana que hasta ese momento era el vecindario. La lejanía se graficaba de una sola forma, los habían mandado a vivir a “plumas verde” que nos ni mas ni menos que “la concha de la lora”, circunstancia esta que todos fueron asumiendo como parte de una realidad a punto tal que el hoy barrio céntrico es reconocido formalmente como “Pluma verde”. Y así el pueblo, visto de afuera, parecía dividido en dos, no solo por lo geográfico, sino por los intereses que estos nuevos vecinos comenzaban a manifestar, “que a los perros había que castrarlos, que a la basura había que reciclarla, que los caballos no podían pasearse por el pueblo, que no se podían construir hoteles frente al glaciar” y un rosario de demandas, que en muchos casos –no porque no se compartieran- sino por la forma en la se pretendían imponer, generaban disputas publicas que mantenían a toda la población en vilo.

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